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El médico de Cali que ‘dona’ esperanzas a los pacientes que necesitan un transplante

Luis Armando Caicedo Rusca ha conseguido en las últimas tres décadas salvar a 3 mil personas a través de los trasplantes en un país sin cultura de la donación de órganos. Perfil de un testarudo.

9 de marzo de 2015 Por: Lucy Lorena Libreros | Periodista de El País

Luis Armando Caicedo Rusca ha conseguido en las últimas tres décadas salvar a 3 mil personas a través de los trasplantes en un país sin cultura de la donación de órganos. Perfil de un testarudo.

Mientras va contando su historia, en su consultorio del quinto piso de la Fundación Valle del Lili, Luis Armando Caicedo levanta su brazo izquierdo para saludar, a lo lejos, a una de sus pacientes. La operó hace unos cinco años. Ella, esgrimista profesional, necesitaba con urgencia un trasplante de hígado. Era operar o morir. El médico Caicedo lo sabía. Lo ha sabido siempre: en casos como el de esta deportista conseguir un órgano sano se vuelve tan indispensable como respirar, como comer. Lea también: Donación y trasplante de órganos, una batalla contra el tiempo de los colombianos Comenzó a tenerlo así de claro desde que era un estudiante de la Universidad del Valle —de tercer año— y llegaba hasta el Hospital Departamental a hacer sus prácticas. A hacerse un médico y cuidar de un paciente. El primero fue un señor de 40 años aquejado por una falla renal. Ya lo habían desahuciado. Comenzaban los 80 y en esa época tener un riñón en crisis era tan mortal como ser picado por una serpiente venenosa. Nadie hablaba de diálisis. Menos de trasplantes. Sin más alternativa que suministrar calmantes, el futuro galeno solo pudo verlo morir.Esa experiencia, reconoce hoy, le dejó una cicatriz en el alma. No era posible —creía— que alguien se preparara durante años para curar, para sanar, y acabara reducido a un ser con el triste papel de hacer más llevadero el tránsito de la vida hacia la muerte.Con esa certeza rondando en su cabeza, tropezó —mientras se entrenaba como cirujano— con Luis Mariano Otero, uno de los primeros nefrólogos de Cali que difundió los beneficios de la diálisis. Invitado por él, Luis Armando aprendió a conectar las venas y arterias de enfermos renales y se entregó a la tarea con la avidez de un debutante.Comenzó a leer todo lo que se investigaba sobre hígado, después sobre riñón y sobre páncreas. Y la inquietud le alcanzó para llegar hasta la Universidad de Antioquia, en 1985, donde un equipo médico encabezado por Álvaro Velásquez lideraba los primeros trasplantes renales del país. Sumaban 140. El joven Caicedo se quedó seis meses mientras los libros sobre males renales que había devorado se hacían obsoletos, obligados a reescribirse en todo el mundo para dar cuenta de este avance científico. Trasplantar era, sin embargo, en esos años una opción que pocos, muy pocos, en el gremio veían con ojos benévolos. Que era un privilegio para países ricos, decían. Que sus drogas e infraestructura eran onerosas. Que si no podían salvar a la gente por una diarrea, menos por una falla renal. Un político incluso con toda la crudeza de que fue capaz le dijo, calculadora en mano, “que resultaba mejor dejar morir a esa gente e indemnizar a la familia que incurrir en esos costos”. Pero como él, por virtud, es el último de los pesimistas, no se dejó abofetear por la realidad, se especializó en trasplantes en Londres, regresó a Cali y junto a Édgar Escobar Navia —médico fallecido hace solo un mes— fundó en el HUV el primer programa de trasplante renal de la región. 184 cirugías practicaron. 184 vidas salvaron.La primera beneficiada fue una joven de 18 años, urgida de un riñón. El donante fue su papá y ella vivió para contarlo. Se casó, tuvo dos hijos y varios nietos. Pero como la muerte es intransigente, despótica, el año pasado murió de un cáncer genital. “Le hice control en estos 30 años. Tengo por ahí varias fotos con los nietos. Ella vivía en Cartago, se llamaba Liliana Agudelo. Duele perder a un paciente, claro, pero me dejó la satisfacción de que gracias a ese transplante tuvo una vida, fue feliz”. Todo esto sucedió en 1986, pero hoy estamos en marzo de 2015. El médico Caicedo, vestido con su hábito de salvador de vidas —uniforme café, zapatos de goma y bata blanquísima— cuenta orgulloso que completa 20 años en la Valle del Lili a donde fue invitado para continuar con la misma tarea, pero en mejores condiciones, con mayores recursos. Acá, en este mismo lugar donde hace memoria, se le vio por primera vez en 1994. Dos años más tarde creó un programa de trasplantes. Ahora es él quien hace cuentas: en todo este tiempo ha practicado 700 de hígado y unos 2 mil de riñón. De los primeros, casi la mitad han sido niños. Es que resulta que un buen día, en la puerta de este mismo consultorio, una madre se paró y, con lágrimas en las mejillas, le preguntó a Caicedo si acaso su hija de un año de nacida merecía morir. La pequeña requería un trasplante de hígado. El médico recuerda con exactitud su nombre, Danytsa Coronel. Había llegado a Cali desde Barranquilla con su mamá y una historia que se repetía por miles en los pasillos de otros hospitales de Colombia: “los mandaban a morir a la casa”.Hasta entonces —reconoce él— “a mí no se me había ocurrido embarcarme en la que sería la empresa más dura de mi carrera. Ya había operado del riñón a varios niños; es una cirugía más simple. Pero el trasplante de hígado es complejo y en esa época la mayoría de trasplantes de este tipo se hacía con cadáveres”.Movido por la devoción extraordinaria que siente por su oficio, Luis Armando decidió operar a la niña, “más por un asunto compasivo”. Armó un equipo con los mejores pediatras de la clínica y logró el milagro: la bebita se salvó. Hoy Danytsa es una chica de ‘ventitantos’ que, quizá por justicia poética, estudia medicina. Una chica que en ese momento fue noticia. La prensa registró la exitosa cirugía con titulares de primera plana, por lo que pronto Caicedo se vio ante una extensa fila de chiquillos de todo el país en igual situación. Y, tras ellos, dramas de mamás que viajaban en flota desde los rincones más apartados, dejando a sus otros hijos al cuidado de vecinas y de abuelas, buscando desesperadamente las manos sanadoras del doctor Caicedo. Era, en todo caso, una lucha de David contra Goliat. Tal como ocurre hoy, los donantes eran pocos para una demanda tan alta. No había —no hay— cultura de la donación en Colombia. Solo el viernes pasado, la Red de Donación y Trasplantes del Instituto Nacional de Salud desveló la crudeza de lo que ocurre: en un año, apenas unas 400 personas donan órganos. Del otro lado, 2.130 están a la espera para salvarse. “Entonces los niños se nos morían esperando a que apareciera un órgano”, recuerda Caicedo. Hasta que, en un ataque de desesperación, el médico hizo lo que otras veces: poner de acuerdo al barco con el mal tiempo. “Pensé, en el mundo están en auge los trasplantes con donantes vivos. Ya un médico de apellido Strong lo había logrado en Australia. ¿Por qué yo no? El papá o la mamá de esos niños son quienes pueden salvarlos. Me llené de valor y me asesoré de otros cirujanos”.A Cali vinieron a dar médicos de la Universidad Católica de Lovaina, de origen belga, y los mejores especialistas de la Fundación Valle del Lili se unieron a la causa. Los de cuidados intensivos, los de infectología, los de inmunología, los nefrólogos, los patólogos, las enfermeras... En la primera semana, cuatro menores volvieron a la vida. El médico Caicedo enseña una gráfica en la que aparece un hígado. Y con su tono amable de maestro, porque lo ha sido para varias generaciones, explica que la cirugía consiste en retirar una pequeña parte de ese órgano al donante, con sus estructuras vasculares y conductos biliares, para llevarlo al cuerpo enfermo. Y ocurre que el hígado cercenado se regenera y el nuevo crece hasta convertirse en uno completo. Lo sabe Elvia, que le regaló un pedacito de su hígado a Dominí, su bebita operada a los 7 meses. Kelly, de año y medio, que corretea por todo el consultorio del doctor Caicedo cada que asiste a control. Luis Sepúlveda, de 11, que una semana atrás abandonó la clínica y se recupera en un hogar de paso para regresar con sus papás a Bogotá. Y lo sabe Milagros Orejuela, una bebecita que el pasado 24 de diciembre, en la mesa de una sala de cirugía, recibía el mejor regalo de Navidad: un hígado ‘nuevo’ que le permitirá tener una vida, ser feliz, y al médico Luis Armando Caicedo cicatrizar esa herida que lleva en el alma.

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