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80 negocios de la Galería Santa Elena seguirán operando durante días de cierre por Covid-19

Este martes inició el cierre por nueve días del centro de acopio, en donde aplicarán tamizajes y pruebas rápidas de Covid.

3 de junio de 2020 Por:  Jaír F. Coll, reportero de El País

"¡Qué arda el coronavirus!". El humo golpea contra las ventanas de un segundo piso. Una mujer con tapabocas corre las cortinas y descubre que en mitad de la calle trabajadores de la galería Santa Elena han formado una pila de tablas a la que han encendido fuego. Mientras el humo gana terreno en la Calle 30 con Carrera 23, una señora reclama con gritos que apaguen las llamas que apenas empiezan a quemar la madera. “¡Qué arda!”, vociferan de nuevo. Pero las llamas no duran más de diez minutos: al poco rato llegan unos policías y un carretero que tiene polio llena un tarro con agua para extinguir el prometedor incendio.

El humo desaparece y deja ver detrás de sí un panorama grisáceo: el gris del barro y la basura podrida, el gris del polvo que reposa encima de las carpas que cientos de vendedores informales desmontan por primera vez en años, un gris que se convierte en un ligero tono transparente dado el fuerte chorro que expulsa un carrotanque lleno de 2.500 galones de agua. El cierre de la galería Santa Elena, la séptima más grande del país, empezó hace tres horas, a las 6:00 de la mañana (del martes).

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Para ese momento finalmente se firmaba el pacto entre los líderes del comercio de la galería y la Alcaldía de Cali. Las negociaciones habían tomado cuatro días desde el viernes. Por una parte, el Municipio buscaba cerrar lo más pronto posible aquel espacio del que habían derivado 200 contagiados por Covid-19, 51 pacientes en hospitalización y nueve fallecidos no solo de ese barrio sino también de otros cercanos como El Jardín, Cristóbal Colón y Aguablanca, según la Secretaría de Salud. Y los comerciantes querían evitar un súbito cierre que provocaría la pérdida de toneladas de comida aún sin vender o distribuir.

El acuerdo al que se llegó fue que no solo se cerraran ocho manzanas desde la Calle 19 a la 25 y desde la Carrera 28 a 32 a través del uso de 300 vallas, sino que también se permitiera que 80 negocios como centros de acopio y bodegas pudieran terminar de distribuir sus productos a diferentes puntos de la ciudad, pero también un total de 121 locales pudiesen operar a domicilio.

“Aunque este cordón sanitario no será un toque de queda para todo el sector, no se permitirá la entrada de camiones con alimentos, solo su salida. Es decir, está prohibido el comercio al detal. También brindaremos mercados a 5000 trabajadores formales a informales del sector”, explicó Argemiro Cortés, secretario de Desarrollo Económico.

En un escenario que produce más de 7000 empleos directos e indirectos y a donde llegan más de 20.000 toneladas mensuales de alimentos, no existe un censo con lujo de detalles a propósito de la “situación real” -como diría Cortés- de esos negocios y personas que hacen funcionar ese engranaje económico que existe desde los años 60.

Según la Alcaldía, no habrá desabastecimiento, dado que aún operará la central de abasto Cavasa y el resto de las galerías de Cali.

Y mientras las bases de datos son alimentadas poco a poco para hacerle contrapeso a esa necesidad, el hambre ya hace rugir los estómagos de cientos de comerciantes, trabajadores o carreteros. Muchos aseguran que no los han contactado aún para recibir las ayudas económicas de la Alcaldía. Algunos decidirán probar suerte en otros barrios, otros acudirán a los ahorros que tengan debajo del colchón y la mayoría se encoge de hombros.

Marcos no hace el mismo gesto, pero al menos mueve la cabeza a ambos lados para expresar su incertidumbre. Tiene 50 años, de los cuales 20 han tenido lugar en un puesto de frutas y verduras en una esquina de la Calle 23.

“Antes de que empezara ‘todo esto’ ganaba cerca de $500.000 al día, pero ahora solo me hago máximo $150.000. Mire”. El hombre saca de su vieja billetera de color marrón un papelito rosa: “Aquí llevo la cuenta de uno de los 10, perdón, de los 12 gota a gota a los que le debo. En total, les debo cancelar como $300.000 al día. Algunos son conscientes y entienden por lo que uno atraviesa. Otros no tanto. La verdad es que...”.

Marcos interrumpe sus palabras por unos instantes. Una rata de al menos 10 centímetros de largo sale disparada de debajo de un puesto ambulante en pleno desmonte. Dos hombres la rodean para matarla a palos. La criatura es muy ágil y se esconde de nuevo.

“Yo tengo dos hijos, niño y niña, que van al colegio. Vivo con la mamá de ellos, mi esposa. No sé si la Alcaldía me vaya a dar dinero o mercado para esos días. De pronto el hambre le gana al virus”, sentencia Marcos.

Dos hombres vestidos de overol blanco caminan a lo largo de la Calle 23. En sus manos portan termómetros digitales infrarrojos, esos que tienen forma de pistola futurista. Son ese tipo de ‘astronautas’ los que harán tamizajes y pruebas rápidas durante los nueve días de cierre. Tres hombres los observan desde dentro de la plaza de mercado, la cual está casi deshabitada.

Muy cerca a la entrada, un carnicero cuenta un grueso fajo de billetes. Su nombre es Mario Alexis Enciso, propietario de Distri Carnes JH, quien afirma: “La gente piensa que al ser mayoristas que movemos mucho dinero tenemos bastantes ahorros para encerrarnos por nueve días, pero la realidad es que nuestros gastos facturales pueden llegar a los dos millones en estos días. Además, aquí tenemos clientes que no pagan al contado, por lo que si tenemos un cliente que le vendemos una remesa de -digamos- $500.000, al día siguiente debemos venderle otra para que nos pague la anterior. Es decir, si tenemos 10 clientes de ese tipo, serían $5 millones totalmente quietos por un día”.

Son las 10:15 a.m. El sol empieza a ocupar cada vez más espacio público. Lo que hay alrededor es una versión de la galería Santa Elena poco verosímil: los andenes están tan vacíos que para ir de un punto A a uno B en diagonal ya no es necesario hacer zig zag entre puestos de verduras, carreteros, compradores o comerciantes. En una línea directa, el recorrido apenas toma dos segundos.

El espacio vacío (y grisáceo) encuentra un repentino contraste en una mujer que viste toda de rosa. Ella vende tintos desde hace 12 años en la galería. No tiene puesto fijo, por lo que camina con un termo en la mano en la búsqueda de sus últimos clientes de la semana. Su nombre es Sandra Verónica Bermúdez, madre de tres niños: un varón de dos años, otro de tres y una niña de 12.

“Cada día debo pagar $10.000 por arriendo en un apartamento del barrio El Jardín. Estoy muy preocupada, porque sinceramente no sé qué voy a hacer. Ahora ya no vendo ni un solo tarro de tinto, cuando antes llegaba a desocupar hasta cinco”, cuenta.

Tres camiones de la basura y una retroexcavadora pasan por enfrente de la plaza de mercado. Las vibraciones que producen en el asfalto alerta a una rata, quizá la misma que vio Marcos hace poco, quizá otra, qué importa, lo cierto es que esta rata en particular no resulta ser tan ágil. La emboscan un hombre y una mujer, quienes la golpean con un par de varillas. El cuerpo del animal palpita cinco segundos.
Y expira.

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