A la Amazonía, esos siete millones de kilómetros cuadrados de selvas tropicales y ecosistemas únicos compartidos por ocho países suramericanos, que además son el pulmón sobre el cual el mundo ha puesto sus esperanzas ambientales, le sale un enemigo nuevo cada día. Al ritmo actual de destrucción, las garantías de conservación a futuro se reducen.

De esa amenaza dan cuenta las noticias que circularon ayer sobre ese gigante bioma donde está la cuenca hidrográfica más importante del Planeta. En el mismo día se conoció que junio de este año fue el de mayor deforestación en el Amazonas brasileño en todos los tiempos, con 762,3 kilómetros cuadrados de bosques nativos arrasados, lo que significa un aumento del 88% con respecto al 2018. También se reveló que en el norte de la Amazonía colombiana se produce el 90% de los incendios forestales del país y que el 99% de ellos son intencionales.

En Ecuador fue noticia la pelea de las comunidades indígenas amazónicas para impedir que se concesionen 180.000 km2 de su territorio para la explotación petrolera, en lo que está empeñado el Gobierno pese a los fallos de la Justicia. Y la confrontación entre países de la Unión Europa con el presidente brasileño Jair Bolsonaro por el manejo del Fondo Amazonía llegó el día anterior a su punto más candente, con amenazas por el lado europeo de suspender su financiación y por el del país suramericano de ponerle fin al convenio ambiental si no se aceptan sus condiciones, que incluyen indemnizar a terratenientes cuyas tierras están en zonas de reserva.

Lo que demuestran situaciones como esas, más las que se presentan en Perú, Bolivia o Venezuela, es que contrario a lo que se esperaría por las alertas permanentes que se hacen desde hace décadas sobre el daño en la Amazonía, hay un retroceso en las acciones. Más graves aún son los reversazos en los compromiso sobre su conservación, como se deduce por ejemplo de la posición asumida por el presidente Bolsonaro, quien en sus pocos meses al frente del Gobierno ha retirado a su país de acuerdos ambientales internacionales, niega el cambio climático, está revaluando 334 reservas naturales y ha permitido la explotación de recursos en algunas de ellas.

Claro, hay que reconocer el esfuerzo de algunas naciones por preservar sus regiones amazónicas, como sucede en Colombia donde existe la legislación ambiental más completa de Latinoamérica y unas políticas públicas que demuestran el compromiso por cuidar sus ecosistemas, como la reciente decisión de dedicar el 10% del pie de fuerza de Ejército y Policía a la defensa del medio ambiente. Pero de ahí a que se consigan los resultados esperados o se gane la lucha contra las mafias depredadoras del narcotráfico, la minería y la deforestación ilegales, falta mucho.

Como lo advirtió también esta semana el varias veces exministro de Ambiente de Brasil José Sarney Filho, en la presentación de un manifiesto firmado por ocho de sus colegas preocupados con lo que ocurre en el Amazonas , “parece que necesitaremos una enorme catástrofe, una tragedia, para que se den cuenta de lo que está pasando”. Ojalá no se llegue a ese extremo y más pronto que tarde todos comprendamos que cuidar la Amazonía es cuidar la vida misma a futuro.