Mi solidaridad está hoy con aquellas personas y sectores de la economía a los que el virus aquel les ha dado un revolcón del que no saben si se podrán recuperar. Confío en que los gobiernos al igual que la sociedad tengan la claridad y la capacidad para tenderles la mano a tiempo así como para ayudarles a superar esta época tan difícil, cargada de tantas incertidumbres.

Debo confesar, sin embargo, que estoy feliz con la prórroga de la cuarentena que anunció el lunes el Gobierno Nacional. Entre otras razones porque si bien trabajo más desde que estoy confinada en casa, y me ha tocado a la fuerza aprender a ser ama de casa, labor para la cual he sido negada siempre, he podido compartir todo mi tiempo con mis hijos. Quienes ejercemos el periodismo sabemos lo difícil que es compaginar la vida de familia con las obligaciones laborales.

Mi temor es por lo que pasará el día después. Y por día me refiero a los meses o posiblemente a los años que se tardará en retornar la plena normalidad una vez la cuarentena impuesta pase a ser un ‘aislamiento social inteligente’. Ya nos han explicado que nada será como antes, porque el intruso no desaparecerá con un chasquido de dedos, por lo cual durante un largo tiempo viviremos en estado permanente de pandemia.

Ello significa que tendremos que reinventarnos. Y en eso deberíamos estar pensando todos: por principio los gobiernos, que tienen en sus manos la tarea de levantar sus economías, velar por sus ciudadanos y evitar una catástrofe mayor a la que ya ha causado el virus. Y cada ser humano, porque como individuos tenemos el deber de actuar con responsabilidad para no convertirnos en el factor que prolongue la emergencia indefinidamente.

Mientras los Estados hacen las maniobras administrativas y financieras necesarias para mantener los salvavidas económicos y sociales por un largo tiempo y evitar así el colapso, cada persona deberá responder por cuidarse a sí misma y a su entorno una vez tenga la libertad, parcial pero libertad al fin, de salir de su casa.

Es la reinvención individual que nos llevará a cambiar los hábitos, porque concienticémonos que nada volverá a ser como antes, ni la manera de relacionarnos, ni movernos a nuestro antojo, ni consumir como lo hacíamos.

Pasaremos más tiempo en familia y menos con los amigos, al menos de forma presencial; el trabajo en casa deberá facilitarse; los conciertos los veremos como lo hemos hecho en estos días, por las redes, e igual pasará con el fútbol y con la mayoría de los eventos deportivos.

Los viajes serán virtuales porque las fronteras aéreas o terrestres tardarán tiempo en abrirse, las ferias se harán por internet, la cultura se transmitirá por las pantallas, y aprenderemos, confío, en ser más respetuosos con el medio ambiente que nos rodea.

Por supuesto, nos sentiremos más observados, porque seguirán nuestros pasos para saber si somos transmisores silenciosos. ¡Ah!, y el tapabocas junto a los guantes de látex se convertirán en un órgano más de nuestro cuerpo.

El miedo estará ahí por mucho tiempo. O se repetirá, ahora que sabemos que tan solo basta una imprudencia -como intervenir la naturaleza, en el caso de los animales silvestres que portan los virus, o tratar de ocultar lo inocultable, como lo hizo China- para desatar a un monstruo desconocido.

De lo que sí tengo la certeza es que resistiremos, por difícil que sea este tiempo de confinamiento, que en lo personal quisiera que se prolongara, o por complicado que se nos presente el día después.

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