El país atraviesa serios desafíos en materia de seguridad. Y si a esto se suman los retos que atraviesa nuestra institucionalidad democrática, el panorama resulta alarmante, porque si la institucionalidad no funciona adecuadamente, aumenta la vulnerabilidad de la población frente a las acciones de los violentos.
En nuestro país hemos padecido una extensa historia de violencia armada: un Siglo XIX de guerras civiles; un conflicto Liberal y Conservador en la primera mitad del Siglo XX que derivó en La Violencia recrudecida después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán; la aparición posterior de guerrillas como las Farc y el Eln, de grupos paramilitares como las AUC y otros actores ilegales enfrascados en un conflicto armado interno en el que miles de civiles sufrieron asesinatos, secuestros, desplazamientos, y todo tipo de crímenes graves.
Aunque a comienzos del Siglo XXI el Estado fortaleció su capacidad de defensa y protección de la población, y hubo algunos procesos de desarme y desmovilización, la violencia ha continuado sustituyendo actores y formas, nutrida por el narcotráfico y la impunidad.
El gobierno de Petro ha tenido discursos e iniciativas desacertadas alrededor de la ‘paz total’, bajo unos intentos de diálogo con todo tipo de actores violentos y criminales, pero con muy pocos resultados. Su empeño ha traído escepticismo ante el incremento de masacres, homicidios de líderes sociales y violencia en zonas rurales controladas por grupos armados emergentes como el Clan del Golfo y diversas disidencias de las Farc. Y ante una realidad de actores armados ilegales que extienden su acción violenta y actos terroristas a zonas pobladas y ciudades.
El vil atentado del pasado 7 de junio contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe en la capital del país y los ataques vividos en la última semana en distintos barrios de Cali, Jamundí, Buenaventura y en el norte del Cauca, nos indican un grado de deterioro de la seguridad que pone a prueba la institucionalidad. Ya no son solo las fronteras con Venezuela o Ecuador, ni las otras zonas donde ha crecido exponencialmente el cultivo de coca desde 2015, las únicas vulnerables frente a organizaciones ilegales que amenazan la estabilidad del país.
El cruel ataque contra el senador Uribe nos duele a los colombianos y ha prendido las alarmas sobre la seguridad de los líderes opositores en el contexto de las elecciones presidenciales y de Congreso de 2026. Este hecho atroz ha sido condenado por múltiples sectores, nacionales e internacionales, como una amenaza directa contra los principios democráticos y el Estado de derecho.
Vivimos además un contexto en que el propio Gobierno impone un tono polarizante y una retórica de confrontación constante contra medios de comunicación, partidos opositores, sectores productivos y contra otras ramas del Estado. Esto, sumado a la falta de logros en el desmantelamiento de estructuras criminales, genera mucha incertidumbre y no ofrece una perspectiva de confianza en el futuro.
Es un momento crítico para la institucionalidad. El país espera que la Fiscalía y la justicia puedan actuar con independencia y transparencia total para identificar a los responsables del atentado contra Miguel Uribe y asegurar que no se repita la impunidad vivida en el pasado; que las autoridades electorales y las instituciones de seguridad ofrezcan las garantías que requiere la oposición para su participación electoral; que los ciudadanos cuenten con la protección requerida y no se vean amedrentados por expresar sus opiniones; y que el Ejecutivo demuestre que no hay tolerancia con la violencia, venga de donde venga.
En toda sociedad hay conflictos políticos y sociales, y su solución pacífica depende de que opere una institucionalidad democrática sólida. Y por institucionalidad entendemos marcos constitucionales y leyes que se respeten a plenitud; una justicia eficaz para resolver las diferencias; controles que erradiquen la corrupción para que los recursos públicos se inviertan en desarrollo y el bienestar; una fuerza pública capaz de proteger a la población; y un debate democrático con elecciones libres, justas y transparentes, en el que se encuentren todos los puntos de vista para construir país. Sin esa institucionalidad, no habrá seguridad ni paz real.