En gran parte del mundo, tanto en el Norte como en el Sur Global la gente ha dejado de creer que sus gobiernos estén a la altura de los desafíos actuales. La evidencia demuestra el auge de expresiones populistas que hoy dominan el debate político global. Cuando sentimos que el Estado es burocrático y lento, que no escucha, que no entiende los problemas cotidianos ni le importa hacerlo, y que no está presente para mí, para mi gente o para mi comunidad, perdemos la confianza en las instituciones, sus líderes y lo que representan. Ese sentimiento se acentúa en comunidades históricamente marginadas o en los territorios marcados por la violencia y la exclusión, donde la esperanza de prosperidad parece un cuento de hadas o, peor aún, una pesadilla alimentada por las promesas vacías de líderes inescrupulosos.
En términos de desarrollo, existe un momento bisagra para los países en el que sus élites comprenden que es necesario hacer concesiones, no para perpetuar el statu quo, sino para transformarlo. Un verdadero salto hacia una visión que priorice el crecimiento con equidad y la elevación de los estándares de vida para todos. Esto exige que el Estado, a través de sus gobiernos nacionales y subnacionales, genere incentivos adecuados para que los actores locales innoven desde su conocimiento del territorio, fortaleciendo así la interacción con las comunidades y reconstruyendo la confianza perdida en las últimas décadas. Confianza que, lamentablemente, el próximo presidente encontrará aún más debilitada, y ello traerá probablemente un retorno a momentos difíciles de conflicto urbano.
La destrucción de la confianza en el Estado y en los gobiernos de turno es peligrosa para un país que atraviesa un proceso electoral. Pero más que lamentarnos, debemos preguntarnos ¿Cuál es la palanca más eficaz para que la ciudadanía recobre la confianza en sus instituciones? No se trata de un Estado que solo entregue bienes y servicios, como ha sido la costumbre durante los últimos 30 años. Las cifras demuestran que los subsidios, las carreteras, las escuelas o las viviendas, por sí solos, ya no bastaran para convencer a la gente de que existe un camino real hacia la prosperidad, tanto personal como colectiva.
Si estamos viviendo un momento de ruptura entre la gente y sus gobiernos, este es el instante para ofrecer algo más que bienes y servicios. El Estado nos debe ofrecer a los ciudadanos un nuevo nivel de agenciamiento, reconocimiento, escucha y dignidad. Sin embargo, nuestro gobierno parece más ocupado en hablar y pelear que en escuchar lo que pasa en las regiones; y nuestros candidatos, más atentos en responder ataques, que escuchar e interactuar con los ciudadanos para construir el camino 2026-2030. Colombia necesita un liderazgo que restituya la voz y el agenciamiento de quienes se sienten vulnerados, tanto en ciudades como en el campo; capaz de incluir a quienes piensan distinto, pero desean ser escuchados desde sus necesidades; que devuelva a los colombianos la dignidad de sentirse ciudadanos de un mismo país, sin divisiones ideológicas que fracturan el tejido social y obstaculizan el trabajo conjunto por la prosperidad de nuestras regiones.
Hoy, la palanca que puede reconciliar a la ciudadanía con el Estado es la de un liderazgo cercano, con líderes (públicos, privados y sociales) dispuestos a construir con su gente, caminos distintos para fortalecer la trayectoria del país desde cada rincón de nuestro territorio. Pero no olvidemos que quienes tenemos el poder de elegir y de exigir somos los ciudadanos. Cada voto, en el Congreso o en la Presidencia, es una oportunidad y una responsabilidad de reconstruir los lazos de confianza entre nosotros, la gente, y el Estado.
El camino será largo y culebrero, pero debemos comprender lo que está en juego. Vivimos tiempos turbulentos, y Colombia necesita reencontrar su rumbo; uno que combine liderazgo, escucha y visión de futuro para hacer posible la prosperidad compartida en nuestras ciudades y en nuestro campo.