En un país acostumbrado a verlo todo en blanco o negro y a dividir el mundo entre buenos y malos, encontrarse con el libro Felipe López, el hombre detrás de la revista Semana es pasearse por el panorama multicolor de los últimos 70 años de Colombia, analizado con brillantez por un observador criado en las entrañas del poder, pero alejado de todo dogmatismo y provisto de ese escepticismo propio de los buenos periodistas.Por eso Felipe, quien dice que no se considera protagonista de nada sino observador de todo, le advierte a Juan Carlos Iragorri, su entrevistador, que ha llegado a la conclusión de que cada vez que alguien dice voy a decir toda la verdad, dice un 70% de ella, se inventa un 10% para sacarse un clavo, otro 10% para lucirse, y se guarda un último 10% de cosas inconfesables.Y con esa mirada independiente de quien no aspira a ser elegido, pero conoce bien los secretos del poder y, en el fondo, lo que busca es ejercer el gran poder de juzgar a los poderosos, Felipe López, que había estudiado diez años en Europa y se había ganado la vida como vendedor de suscripciones de revistas en Alemania, mesero en Londres, empleado de banco en Bogotá y secretario privado de la Presidencia cuando el Primer Mandatario era su padre, esperó hasta tener la certeza de que su papá sería derrotado y, en 1982, fundó su sueño: una revista de opinión y análisis que le permitiera ganarse la vida sin ser empleado.Y él, que se dice de centro-derecha, pero se apoyó en un gran equipo de jóvenes periodistas de centro-izquierda, puso la Revista Semana, durante sus primeros seis meses en manos de un maestro del oficio, Plinio Mendoza, de derecha-derecha, la construyó con las uñas, la dirigió durante una década y la convirtió en la cabeza del principal grupo de medios impresos del país.Eso fue posible gracias a la inteligencia de Felipe López, a su aguante en los años de vacas flacas, a su capacidad para darse cuenta del revés y el derecho de la realidad, a su olfato para husmear la noticia y a esa seguridad en sí mismo que le permite no tomarse en serio y burlarse de él a toda costa.El libro está salpicado de anécdotas, de reflexiones sobre el oficio y de agudos análisis, como ese de que a la gente se le olvida que Mockus llegó a superar a Santos en las encuestas, y que eso no era más que una protesta contra el continuismo de Uribe. El que no lo olvidó fue el propio Santos, dice, y en parte a eso atribuye su decisión de desligarse de su antecesor.O este otro: Santos, el viejo, frenó la Revolución en Marcha ( ) con el argumento de que se estaba produciendo una agitación social que podría llevar al desbordamiento ( ) Su sobrino nieto está haciendo exactamente lo contrario. Con su Ley de Restitución de Tierras, su preocupación por la compensación de las víctimas y el proceso de paz, está abriendo unas compuertas de anhelos y sueños represados, parecidas a las que abrió mi abuelo en los años 30. Paradójicamente, este Santos se parece a López Pumarejo y no a Eduardo Santos.Al leer el libro se entiende más este país que desborda cualquier esquema. Sin embargo, sigo creyendo que el gran perfil de Felipe López no se ha escrito aún: ¡Sería tan irreverente y divertido, que a lo mejor se volvería impublicable!