Hay varias razones para creer que la flor del frangipani existe. La primera de ellas aparece en las notas de un cuaderno de cartografía de un viajero europeo en Asia, Siglo XVII, con ilustraciones, al parecer, en primorosos tonos de acuarela; la segunda, nos habla desde una página de la edición de la Enciclopedia Británica fechada en 1887, y la tercera, casi definitiva, aparece en las memorias de Nefatlí Reyes Basoalto, el poeta de voz atiplada, quien la vio una noche en un jardín de Birmania.
Era ya noche, en ese momento en que los astros empiezan a merodear sobre los jardines del mundo o, como diría otro poeta, en el momento en que un potro negro empieza a repartir espigas azules en el cielo. El poeta había estado enamorado, o por lo menos así lo expresó, de una tal Jossie Bliss, a quien llamó ‘La pantera birmana’, la única mujer que fue a despedirlo al muelle, mientras el barco bramaba pidiendo piloto para él zarpe. Eran los días del Neruda Casanova, el mismo que llevaba zapatos blancos, como los cantantes de boleros en La Habana. Contó cómo la mujer se arrodilló en el muelle y se arrolló a sus piernas en un ruego dolorido para que no se fuera. La pantera inclinó la cabeza sobre sus zapatos, con un llanto furioso, y al levantar el rostro, lo tenía ‘enharinado’, o sea, pintado con esa crema con la que es menester lustrar unos zapatos blancos de cordón, como los que usó Humphrey Bogart en el momento de pedir, otra vez a Sam, el pianista, los acordes de ‘As time goes by’, esa melodía que es preciso escuchar con tres vodkas. No otro espirituoso es preciso aplicarse por una belleza pura como la de Ingrid Bergman.
Neruda dijo, pues, que era noche, y esta flor, la del frangipani, expelía un aroma trastocador de los sentidos, un perfume hondo, definitivos. Desde que Neruda lo dijo en sus memorias he estado en busca de la flor del frangipani, pero no la he encontrado. La he buscado también en las viñetas que para la historia botánica dejó José Celestino Mutis; en las viejas casas del barrio Gótico de Barcelona, donde los catalanes suelen dejar, como al descuido, viejas ilustraciones de la flora del mundo. La he preguntado en los jardines que circundan las cataratas del Niágara y por los viejos patios de Granada; en los Jardines del Generalife, en La Alhambra, donde los Reyes Nazaríes dejaron plantada la flor de regaliz, la azucena de la noche y la Rosa de Castilla, transmutada en sus yemas por manos de mujeres moras.
La he preguntado también en los viveros de Connecticut y en las montañas de Nueva York, por los caminos de tulipanes donde los viajeros recogen fruto del manzano y mazorcas de maizal, y la he extrañado en la noche silente de los barrios de Cali, donde el azahar de la noche me recuerda también que un día fui feliz y enamorado, mientras esperaba la caída de los mangos sobre un techo de zinc. El sonido del mango que rueda en la noche y la visión de un guayacán lila en las mañanas, me llaman desde el pasado en esta ciudad de pequeñas tiendas, con celadores de termo, capa y bicicleta, que acompañaban a casa para cuidarnos de endriagos en la alta noche.
Quizás la flor del frangipani no exista, y sea solo una invención, mezcla de azafrán y pan, pero las flores que inventan los poetas son perennes, como las del mal, las más puras de la poesía francesa en la pluma de Baudelaire, o las negras, de Julio Flórez, convertidas en vals de cementerio.
Si me fuera dado inventar una flor, elegiría primero su color; el verde, que va conmigo a todas partes. Le pondría unos pétalos justos -ni grandes ni pequeños- y unos cálices en los cuales sea menester en las noches de verano ver el reflejo de las estrellas, el brillo lechoso de la luna. De perfumes no hablemos, pues este debe ser tenue, en la medida justa de lo que puede soportar el atisbo olfativo, un aroma parecido al silbo de un pájaro en mitad del mar. A una la llamaría Mariana, y a la otra Gabriela, los nombres de mis hijas, y las sembraría en un jardín donde solo las roce la caricia del viento y la mirada de Dios.
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