Diciembre es un mes singular. En Colombia, el último mes del año involucra toda una revolución estética: las casas se transforman con la iluminación roja de las luces, con el blanco que aparenta la nieve y con el verde de árboles que simulan los pinos. Metros de extensión, con su serie interminable de diminutas luces, abrazan las casas, decorando sus balcones, delineando sus ventanas. Individualmente, estas tiernas bombillas a penas sí logran alguna iluminación. Pero en conjunto, estas mismas bombillas, insignificantes, frágiles y delicadas, se echan sobre sus hombros la iluminación de las ciudades. Y, como en ningún otro momento del año, ciudades y pueblos se cobijan con un manto iluminado de colores indescifrable. A lo lejos, la conjunción de luces simula un tejido indefinible que resplandece sobre toda la ciudad. En veredas y corregimientos, esta transformación estética de la Navidad es aún más evidente y más palpable. Allí, las tiernas luces, verdes, rojas, blancas, conquistan la oscuridad del campo y la noche, irrumpiendo con su intermitencia el ocaso de cada día.
Tal vez por ser el mes más esperado y el que mayor expectativa genera, diciembre para muchos se queda corto y, tratando de dilatarlo, se adornan las casas desde noviembre y se dejan intactas hasta enero. Hay que reconocerlo: al peculiar afán de iluminar el último trayecto del año con tiernas bombillas, se le opaca con una vergonzosa, enceguecedora y estruendosa tradición: la de quemar pólvora. Este mes se recibe y se despide con toda una algarabía de estruendos, resultado de la conjunción de la pólvora con el fuego. El primero de diciembre, día con el que se recibe el mes, y el 31 de diciembre, día con el que se despide el año, son dos de los momentos más eufóricos de la celebración, opacados por las explosiones y por los estruendos.
Una iluminación silenciosa, la de la cera con una mecha, es menos estruendosa que la que provoca la pólvora con el fuego. A las tiernas luces de las bombillas se les suma, al menos durante dos noches, el fuego endeble de las velas. El día de las velitas viene a integrarse a la luz eléctrica de las bombillas con la luz natural que provoca el fuego de los candiles.
Hay en las velas y en las bombillas intermitentes; en la decoración y los adornos, algo que no deja de conmover e impresionar. Tal como yo lo interpreto, la fijación colombiana por la luz y la iluminación refleja, mediante las velas y las bombillas, una suerte de contrapeso. Todo este universo de luces con el que vestimos un mes es quizá, así por lo menos deseo comprenderlo, un refugio de alegría, al final de un año, para un país con palpables problemas y realidades indeseables. Es, tal vez, una estrategia de optimismo para un país que vive y que se levanta a pesar de sí mismo. La iluminación es una manifestación; es el reflejo de una alegría que se sobrepone y de un optimismo que, aun con lo que somos, no dejaremos perecer.