En Los espantos de Mamá, Gilmer Mesa reafirma su lugar como uno de los narradores más incisivos y viscerales de la Colombia contemporánea. Se diría que el que se va no vuelve, pero en este reguero de pesadillas que es el país, Mesa logra, sin que le tiemble la mano, descender a los abismos del miedo con la naturalidad de un Dante de barriada.

Su prosa, siempre afilada y nunca gratuita, entra a saco en las entrañas del horror cotidiano para desenterrar, a punta de gran literatura, los fantasmas que sobreviven incluso cuando los cuerpos ya han desaparecido.

El lector emerge de estas páginas con la sensación de que el autor le ha jalado las patas: una advertencia, un recordatorio de que más allá del vacío y del vértigo de un gran remolino, lo que aguarda es un infierno instalado en pleno paraíso tropical.

Aranjuez, el barrio que Mesa ha convertido en territorio mítico, regresa en esta novela como un escenario donde los espantos no son solo metáforas: son presencias que se escuchan, se sospechan y se heredan.

Los lamentos que se oyen desde las ventanas del manicomio vecino —abandonado como la cuadra, como la esquina, como el país mismo— componen un coro de desamparo que acompasa la narración. Ese manicomio es símbolo y espejo: allí se oye lo que Colombia no quiere o no puede escuchar, aquello que ha decidido callar porque decirlo no cambia nada.

En este tránsito dantesco por infiernos urbanos, Mesa convoca Lloronas contemporáneas, figuras espectrales que lamentan no solo a los muertos, sino también a los vivos que se extravían en un cementerio mayor: el de la memoria colectiva.

Cada aparición, cada espanto, evidencia una sociedad a la deriva que ha normalizado lo indecible y ha preferido ceder su voz al rumor del miedo. La novela, en ese sentido, no solo narra: también exorciza, denuncia, desentierra.

Los Espantos de Mamá es, así, una obra que no teme mirar de frente el espanto colombiano.