Los políticos impopulares —y no pocas veces incomprendidos— cargan con una paradoja injusta: saben lo que debe hacerse, calculan el costo de cada decisión y conocen la fragilidad de las instituciones, pero en el debate público aparecen como figuras grises en un ecosistema que premia el estruendo.
La política actual, dominada por la inmediatez y el sentimentalismo, concede poco espacio a quienes no vivimos de la furia ni del espectáculo. Aun así, sigo convencido de que los moderados tienen una oportunidad histórica, siempre que entiendan que comunicar no es explicar el mundo, sino inspirarlo.
En mi columna anterior advertía que las minorías intensas suelen secuestrar la conversación pública, moldeando percepciones con disciplina y desborde emocional. Ese clima resulta corrosivo para los actores de centro, forzados a disputar en un terreno que no fue diseñado para ellos. La moderación —decíamos— es un acto de responsabilidad, no de tibieza; y por eso la compostura puede ser una épica cuando deja de asumirse como defensa y se ejerce como liderazgo.
Pero quienes aspiran a esa épica suelen creer que la sensatez habla sola. No es así. La política no premia solo las ideas correctas, sino la capacidad de convertirlas en sentido común. Mientras los extremos narran un país en llamas, técnicos y centristas responden con cifras y manuales. Esa asimetría es letal.
¿En qué fallan, entonces, los impopulares? Desde lo comunicativo, fallan porque explican mucho y convocan poco. La mesura no puede limitarse a pedir calma; debe ofrecer rumbo. Ese destino exige asumir la complejidad sin exhibirla ni ocultarla y traducirla en decisiones claras y relatos breves sobre por qué importa hacer las cosas bien. Se necesita un lenguaje firme, simple y sin simplismo. Y créanme, la gente no rechaza la técnica, sino la tecnocracia distante.
El paso siguiente es adueñarse de la aspiración, no solo de la contención. El centro no debe ser únicamente un dique frente a la irracionalidad, sino una propuesta de país que entusiasme. No basta evitar la decadencia; hay que mostrar un progreso palpable y decente. En tiempos de exaltación, la compostura es coraje; elegir no gritar ni improvisar es hoy una audacia.
Desde lo programático, vale ordenar la argumentación en tres ejes. Primero: pasar de la indignación a la solvencia. No es gerencialismo; es demostrar que las cosas pueden funcionar. En un país cansado, la estabilidad entusiasma cuando produce efectos visibles en la vida diaria.
Segundo: mover el debate del crecimiento a la movilidad social real. En su amplia mayoría, los electores no votan cifras; votan oportunidades. Si la movilidad se vuelve brújula —aulas que operen, formación útil, empresas que escalen— el mensaje aterriza.
Tercero: hablarles a las regiones desde la utilidad, no desde el trueque. Convence todo aquello que sirve y transforma, obras que se terminan, trámites que avanzan, opciones que llegan. Volver lo tangible votable es la vía para desplazar al clientelismo.
Entonces, afinemos el tono. La compostura no es silencio, es método. Es enfocarse en lo que realmente mueve a un país exhausto y comunicar con verdadera convicción. La serenidad no es un gesto estético, es una estrategia de poder que, bien usada, puede ser el romance que falta. El momento de encarnarla es ahora.
Claridades: 1) Lo que en el petrismo llaman bloqueo institucional, en el Valle lo llaman misoginia. Ojalá que las verdades de este mediocre y manchado matriarcado se conozcan más allá de la efusión de quienes viven de encubrirlo. 2) Tampoco funciona la carreta de esas figuritas que se dicen amigas del diálogo, pero entre etiquetas de felicidad y disrupción no saben qué quieren ni a dónde van, les gusta el clientelismo, viven de la denuncia y jamás han articulado una propuesta perceptible de progreso.