En diciembre clausuramos la promoción 2019 del Taller de Escritura Comfandi. Ganamos premios dentro y fuera del país pero no los listaré para evitar que esto parezca un informe de gestión ni, Dios nos guarde, un discurso de Angelino Garzón.

Orientar un taller de escritura no es fácil porque la literatura es una materia muy subjetiva. Los cánones cambian. Cambian también nuestros gustos. Las audacias de los maestros que nos conmovieron en la juventud (Cortázar, Verne, Yourcenar, De Greiff…) hoy pueden parecernos pueriles. Pero esto es lo que hay, joven. Si quiere pisar terreno firme, estudie matemática, una asignatura en la que todo está definido, al menos en los pisos de abajo.

En el Taller estudiamos poesía, cuento, crónica, ensayo de divulgación y crítica literaria. Yo me encargo de los géneros prosaicos y Betsimar Sepúlveda se ocupa de los misterios del verso.

Estudiamos el cuento porque es un género feliz y portátil. ‘Tallereable’. Hemos comprobado que su alma es la tensión, como ordenó Poe; que los cuentos ingeniosos exigen finales cerrados; que Kafka y Chejov pueden ser geniales y aburridos el mismo día y en la misma página, y que les cae como anillo al dedo la famosa sentencia de Monterroso: en literatura no hay nada escrito.

Estudiamos la crónica porque hace parte del periodismo literario desde los años 50 (Capote, Gabo, Talese, Mailer) y porque logra que la noticia, ese ruido efímero, perdure en la memoria y en el corazón. La crónica es noticia + narrativa + humanidad; sumatoria que puede resumirse en la precisa definición de Gabo: la crónica es un cuento que es verdad.

Estudiamos el ensayo de divulgación porque nos permite seguir siquiera la línea gruesa de las ciencias duras y de los textos más especializados de las humanidades. Del ensayo y los audiovisuales de divulgación depende que el hombre conserve la conexión con el mundo de la ciencia y el pensamiento. Son ellos los que pueden salvarnos de la barbarie de la especialización, de la condena de conocer solo los asuntos de nuestros negocitos.

Estudiamos crítica literaria porque no concibo un taller sin ella. Saber escribir es ante todo saber tachar. El escritor es el primer crítico de sus ejercicios. La crítica le brinda a la literatura un piso medianamente firme, unos criterios quizá discutibles pero en todo caso más confiables que los arrogantes juicios del gusto. Nos permite verbalizar nuestras emociones, saltar el muro solipsista y discutir con el otro. Quizá hay una cosa mejor que hacer literatura: hablar de literatura. Y la lengua de estas conversaciones es la crítica.

Y estudiamos poesía, esa vibración del espíritu que oscila entre el sonido y el sentido (Valéry dixit) porque ella es la sustancia no solo de la literatura sino de la especie humana. Me explico: la humanidad es una criatura joven. Empezó con las primeras esculturas, o con esos trazos inocentes y perfectos en las cuevas, o con la excavación de la primera tumba. Las tres, la escultura, las tumbas y la pintura, presuponen una sinapsis anómala en el cerebro: la conciencia, el más alto poema de la materia.

Ingenuos y esotéricos, creemos que ordenar palabras es una operación mágica, un artilugio capaz de combatir el caos, detener las hordas de los bárbaros, salvar el mundo y lograr que la civilización prevalezca.

Con estos contenidos, y con estas ambiciones, iniciaremos en febrero las clases de la promoción 2020 del Taller.

Sigue en Twitter @JulioCLondono