La segunda mitad del Siglo XX quedó marcada por la guerra de Vietnam, sus causas, su sangriento desarrollo y sus perdurables consecuencias. La industria del cine ha recreado los azarosos momentos ocurridos el 30 de abril de 1975, cuando la embajada norteamericana en Saigón fue tomada violentamente por las tropas vietnamitas. Los soldados norteamericanos salieron como pudieron.
Primera lección: las guerras las ganan solamente quienes quieren ganarlas. La moral de las tropas norteamericanas había desaparecido cuando la generación joven entendió que los Estados Unidos no tenían por qué estar disputando una guerra irrelevante para ellos. Mucho antes de abril de 1975 el ejército norteamericano había perdido el deseo de triunfo. Pero lo de Vietnam fue una auténtica derrota militar para el ejército más poderoso del mundo.
En Afganistán, por el contrario, no ha existido derrota militar y no se puede confundir retirada con retiro. Desde 2012 los objetivos de la presencia norteamericana en territorio afgano se habían obtenido: la neutralización de Osama bin Laden y el desmonte de Al Qaeda. La pregunta es por qué los Estados Unidos no habían salido antes de ese país.
La fórmula de reconstruir una nación derrotada funcionó en Japón y en Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial, pero no estaba obteniendo resultados en Afganistán. El tribalismo, el adoctrinamiento de los Talibán en formas extremistas del Islam, la floreciente economía basada en el cultivo de la amapola, se habían coaligado para impedir el desarrollo de una nación moderna.
La verdad es que la decisión del retiro de Afganistán no fue un acto de gobierno del presidente Biden. Su antecesor Donald Trump había ordenado bajo los auspicios de los estados árabes del Golfo iniciar conversaciones con los Talibán para que la marcha de las tropas norteamericanas fuera ordenada. Pero nadie contó con la defección del gobierno civil afgano.
El presidente Ghani que un día antes juró mantenerse firme, al día siguiente huyó despavorido. Este terrible ejemplo significó para las tropas del ejército afgano un mensaje indudable de que no había una causa válida para defender, y se entregaron sin ningún reato. Qué diferente fue la actitud de nuestro expresidente Mariano Ospina Pérez cuando el 9 de abril de 1948 pronunció su conocida frase: “Más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo”.
Por supuesto que ninguna huida es ordenada y genera la imagen del caos. Exmilitares y exfuncionarios del gobierno afgano pugnan hoy entre ellos por escapar. A los insurgentes siempre les llama más la atención mandar que gobernar. El New York Times comenta que “los oficiales Talibán no son tanto gobernadores como supervisores de la anarquía”.
El papel de los miembros europeos de la Otan deja mucho que desear. No han hecho otra cosa diferente a criticar al gobierno de Biden, sin entender que los Estados Unidos no pueden continuar manteniendo un ejército a once mil kilómetros de su país, con altos costos y sin beneficios tangibles para obtener. Los europeos se acostumbraron a que sus problemas se los solucionen los norteamericanos y se niegan a asumir los costos de su propia defensa.
***
La Alcaldesa de Bogotá continúa en su actitud de insumisión constitucional. Sus comentarios xenófobos contra los migrantes ya causaron protestas del gobierno legítimo de Venezuela.