Los liberales nacidos en la primera mitad del Siglo XX no teníamos buen concepto de Álvaro Gómez Hurtado, porque sabíamos de su participación en “la acción intrépida” -para llamarla de algún modo- que se ejecutó contra el Partido Liberal en los gobiernos de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez.

Recordaban a Álvaro Gómez en el Senado ahogando con pitos -Alvarito Pito le decían- los discursos de los congresistas liberales durante el debate del proyecto de ley que para evitar más muertos anticipaba las elecciones presidenciales de mayo de 1950 a noviembre de 1949. Fue aprobada, pero de nada sirvió porque el liberalismo tuvo que abstenerse por falta de garantías, y Laureano ganó en solitario.

Formó con Jorge Leyva lo que se conoció como el ‘Binomio Leyva-Gómez Hurtado’, cuya sectaria gestión fue interrumpida por el cuartelazo de Rojas Pinilla, que produjo el exilio en España de la familia del presidente derrocado.

Cuando Alberto Lleras logró convencer a Laureano de suscribir a nombre de los dos partidos históricos el acuerdo del Frente Nacional, Álvaro se opuso pues veía con desagrado que con ese pacto reviviera el Partido Liberal, que había quedado en cuidados intensivos y huérfano de poder político, así fuera a compartirlo con los conservadores. Antes de que lo acordado en la playa catalana se conociera aquí, Álvaro se valió de su amigo Camilo Vásquez Carrizosa para enviar mensaje a un copartidario en el que urgía torpedear el pacto. El mensajero fue requisado al llegar al aeropuerto de Bogotá, y tuvo que tragarse la carta, pero echó el cuento.

Gómez volvió a la política, y para los liberales se convirtió en factor de cohesión pues en las tres veces que aspiró a la presidencia, el liberalismo se unía para impedir su llegada al poder. López Michelsen, Barco y Gaviria le dieron sendas palizas electorales por el pánico que inspiraba en los rojos.

Histrión de alto coturno, le ayudaba su increíble parecido con Humphrey Bogart, el laureado actor de ‘Casablanca’. Movía acompasadamente sus bien cuidadas manos, subía las cejas alternativamente, y utilizaba diestramente el idioma, como apasionado lector de los clásicos españoles.

Tan buen actor era, que montó la comedia de que había que acabar con “el régimen”, cuando en realidad él era parte fundamental de ese ‘régimen’, porque tanto en el Frente Nacional, al que detestaba, como en los posteriores Gobiernos fue senador en plurales legislaturas y jefe permanente de la mitad del Partido Conservador. Embajador en Francia y en Estados Unidos, de buen desempeño pues destacaba por su cultura y atildadas maneras en los salones diplomáticos.

Ahora que las extintas Farc confiesan por boca de dos de sus máximos cabecillas que esa guerrilla fue la autora del execrable crimen, saltan los parientes de Gómez y el uribismo a gritar que no, que no fueron ellas, que fueron Serpa y Samper, en quienes sitúan la responsabilidad exclusiva del delito.

Qué gente ésta. Se les pide a los excombatientes que confiesen la verdad, y cuando lo hacen -disidencias incluidas- el imprudente presidente Duque y su combo cuestionan el dicho que los incrimina, y todos a una, con los consanguíneos de la víctima, siguen alegando que fueron Serpa y Samper.

Yo, lo mismo que el padre de Roux, les creo a Lozada y a Londoño. Sería torpeza mayúscula atribuirse el magnicidio pues de no aportar pruebas que sustenten la confesión, perderían los beneficios del Acuerdo de Paz. Lo que les concierne ahora es contarle a la JEP las circunstancias de tiempo, modo y lugar del crimen para que terminen de una vez y para siempre las falsas hipótesis, que pasaron en los últimos 25 años por cinco fiscales, sin resultado alguno.