En mi primer viaje a Buenos Aires, deslumbrante ciudad que confirmó lo que sabía de ella por la revista Billiken, que fue una de mis primeras lecturas cuando Ester Roldán me enseñó a juntar letras en su escuelita de Tuluá, en aquel viaje, digo, en compañía de mi querido amigo Ramiro Andrade (q.e.p.d.), entré a una de esas librerías de calle Corrientes que pareciera que no cerraran nunca sus puertas. Allí compré en devaluados pesos argentinos una obra magnífica: “El arte de prever el futuro político”, del politólogo francés Bertrand de Jouvenel, que mucho me sirvió en mi carrera pública, que se extendió por largo tiempo, y de la que todavía no acabo de salir.
Uno ahora lamenta el poco o ningún asomo de ese arte porque en estos momentos tan trágicos de la historia de Colombia, no se ve por parte alguna a un líder -a excepción de Humberto de la Calle- que sepa observar más allá de sus narices para otear lo que sucederá en el futuro con una decisión -buena o mala- que se tome en cualquier posición de Gobierno o del Congreso.
El presidente Alfonso López Pumarejo, antes de ejecutar una de esas osadas ideas suyas que pudiera causar urticaria en la opinión nacional, preguntaba: ¿qué dice Antioquia? porque en ese departamento se medía la temperatura del ambiente político, tal era su importancia como eje de la naciente industrialización del país. Si preveía malestar paisa, se abstenía de tomar la medida y enviaba a Medellín a Darío Echandía para buscar el consenso.
Hoy estamos en la peor crisis que haya padecido Colombia en sus dos siglos de vida independiente. Lo que ahora ocurre es más grave que lo sucedido el 9 de abril de 1948 pues aquella rebelión, con justa causa, por el asesinato del líder liberal tuvo corta duración porque degeneró en descomunal borrachera y saqueos a los comercios capitalinos, y cuando llegó a Bogotá la tropa, que desde Tunja envió el gobernador José María Villarreal, se acabó la revuelta con un saldo de 3.000 muertos en aquellas negras 24 horas. Las consecuencias de aquel nefando día llegaron después y el liberalismo tuvo que pagar una factura tremenda, pero esa es otra historia.
Es increíble que Álvaro Uribe, quien es el jefe supremo del Gobierno, no haya vislumbrado con su ojo avizor en jornadas de cacería, la ira que desataría esa malhadada reforma tributaria, alcabalera y perversa.
Y eso de decir en su cuenta de Twitter antes de que la acallaran, que todo este problema que tiene contra las cuerdas a su inepto pupilo se debe a Juan Manuel Santos y al Acuerdo de La Habana, más parece un acto delirante de un interno en frenocomio que la opinión sensata de una persona que ocupó por ocho años la presidencia, y que, por tanto, debe ser artífice de la paz y no de la confrontación.
En eso radica el arte de prever el futuro político. Deseo que alguno de mis cinco rabiosos amigos uribistas, entre ellos una dama que parece culebra toreada por el veneno que inocula en las redes sociales, tenga la bondad de explicarme cómo va a lidiar Iván Duque con ese porvenir incierto en los agitados meses que le faltan de su ejercicio presidencial, que ya no arregla ni con decreto de conmoción interior, ni ofreciendo el oro y el moro a los humillados y ofendidos que son legión en Colombia.
Llegó tarde el ‘Zarcol’, decían mis abuelos en la amada Tuluá de mi infancia.