Siempre lo imaginé como sobreviviente de aquellos que integraron en 1863 la Convención de Rionegro, de la que salió la Carta radical que rigió hasta cuando Rafael Núñez la declaró sin existencia, y surgiera la de 1886, de marcado acento conservador.
Digo que siempre imaginé a Jaime Jordán Mejía como uno de los miembros de aquella asamblea, que dispuso que la nuestra era una república federal, en la que los estados soberanos tenían total autonomía; separación de la Iglesia y el Estado; libre comercio de armas, y el manejo de las rentas de alcohol y tabaco por los nuevos entes territoriales.
Allí estaría Jordán, al lado de próceres de su mismo credo político como José María Rojas Garrido, Santos Acosta, Julián Trujillo, Lorenzo María Lleras, Salvador Camacho Roldán, Aquileo Parra, Santos Gutiérrez o José Hilario López.
Y también lo veo sacando de la alacena la vieja escopeta de fisto para incorporarse a las filas rebeldes y marchar a las dos guerras civiles habidas en los años del ‘Olimpo radical’, y luego a la de los Mil Días, porque Jaime tenía como norma estar listo a servir los intereses de su colectividad. Nunca dio un paso atrás. Siempre lo vi en la línea de combate.
Hace muchos años lo conocí. No recuerdo las circunstancias de modo, tiempo y lugar, pero presumo que fue en algún evento liberal pues siempre estaba ahí, viendo el aporte que podía ofrecer. Formó en el sector que en el Valle comandaba Gustavo Balcázar Monzón, y a pesar de que yo nunca estuve en ese predio, la amistad con Jaime se hizo fuerte y duró hasta el mismo día de su muerte. El último acto político al que asistí con él fue una manifestación con Sergio Fajardo en el barrio Mariano Ramos, una semana antes de la primera vuelta.
Pertenecía, como yo, a la Mesa Liberal de los Martes, una institución vieja ya de 50 años que se cita semanalmente en el Club Colombia y a la que asistía cumplidamente.
Su postura radical le granjeó en los últimos tiempos muchas enemistades, inclusive desencuentros familiares. Pero no daba el brazo a torcer y cada vez se mostraba más enérgico en sus juicios sobre la política. Al ser derrotado Fajardo, él y yo accedimos a la campaña de Gustavo Petro, en la que puso todo el fervor que lo caracterizaba. Murió con la alegría de ver llegar a la presidencia a uno de los tres mandatarios de izquierda que ha habido en Colombia: los otros son José Hilario López y Alfonso López Pumarejo.
No creo haber conocido a un ser más generoso. En sus épocas de bonanza, cuando desempeñó con lujo de competencia las funciones de notario -Notario Notorio, lo llamó José Pardo Llada-, atendía con largueza a sus amigos que habían caído en dificultades.
En la lista de mis mejores amigos, vivos y muertos, Jaime ocupa puesto del más alto nivel. El afecto que siempre me prodigó, el cariño con el que difundía mis columnas, la presteza con la que atendía mis invitaciones políticas, lo tendrán en mi memoria hasta el día que el Señor me llame a calificar servicios y me encuentre con él en los augustos salones de la Eternidad. Allí lo hallaré con su sonrisa permanente, sus gracejos demoledores, sus bien hilvanados razonamientos políticos, y, en fin, el Jaime que aprendí a querer y de quien recibí tantas enseñanzas sobre lo que debe ser la verdadera amistad.
Me hará mucha falta. El liberalismo pierde a uno de sus más erguidos miembros. Cali a uno de sus mejores hijos y Colombia a un gran patriota.