Los hinchas del América, yo entre ellos, estamos de luto por el fallecimiento del doctor Gabriel Ochoa Uribe, el director técnico del equipo que nos dio tantas alegrías: siete campeonatos -cinco de ellos en serie-, y tres finales de Copa Libertadores, sueño este último que se esfumó por esas cosas del destino en el partido con Peñarol, que con el empate a ceros ya el trofeo hubiese llegado a la vitrina del club.
Un tanto del uruguayo Aguirre en el minuto final echó por tierra la gran ilusión, como en la inolvidable película francesa dirigida por Jean Renoir, uno de los más grandes directores en la historia del cine. En aquella trágica tarde hubo más de un infartado, cuyos corazones no resistieron a la pena.
Como yo he arrancado tantas hojas de calendario, puedo decir que seguí la trayectoria de Gabriel Ochoa en el fútbol, desde que lo vi en la portería de Millonarios, en el que era suplente del mejor arquero que haya actuado en canchas colombianas: Julio Cozzi, un guardameta distinto a todos pues jamás tuvo que volar de palo a palo, ni arrojarse a los pies del delantero rival para evitar el gol. Ese fenómeno argentino tenía una colocación en el arco que nunca volví a ver, ni aquí ni en ninguna parte. Cuando la pelota salía del guayo del atacante, Cozzi le seguía la trayectoria y allí estaba él con sus manos atajándola.
De vez en cuando, el entrenador le daba oportunidad a Ochoa, y siempre cumplió bien la tarea pues fue excelente portero. Me parece verlo con su cachucha de jubilado, como las que usaron sus ídolos, el Divino Zamora y Amadeo Carrizo.
Luego fue al América de Brasil y de allí regresó a Bogotá a culminar la carrera de medicina en la Universidad Javeriana, y a iniciar su actividad como director técnico. Cinco campeonatos le dio al cuadro azul y uno a Santa Fe.
En 1979 llegó al conjunto escarlata, y ese año logró hacerlo campeón por primera vez en la historia del rentado nacional. Contó con magníficos jugadores argentinos como Gay en el arco y Pascutini en la defensa. E hizo un milagro: recuperó a Alfonso Cañón, un criollo que se había retirado y lo volvió auténtico crack. Anotó uno de los dos goles que le dieron ese primer título; Víctor Lugo marcó el otro. Pocas veces he sentido emoción parecida.
En 1982 se inició el período de gloria del América, que se alzó con el campeonato de ese año y después los de 1983/84/85/86. El 16 de diciembre de este último, en el partido que definía el título, enfrentó al Deportivo Cali que empezó ganando con gol de camerino, pero luego un cabezazo de Ricardo Gareca, un golazo de Roberto Cabañas y un lujo de Carlos Ischia, convirtieron a Ochoa en el ídolo de los miles de parciales que el equipo rojo tiene en Cali, en el Valle del Cauca y en toda Colombia.
Sindicado de hosco por los periodistas deportivos, era poco dado a socializar con ellos, y nunca les entregó la alineación antes de un partido. Tenía a sus atletas, como él llamaba a los jugadores, bajo estricta disciplina, y en las concentraciones los obligaba a ver una y otra vez los videos del rival de turno. Desde luego, tuvo luminarias de la talla de Julio César Falcioni, Ricardo Gareca, Roberto Cabañas, Willington Ortiz, Gerardo González Aquino -eterno capitán- y Juan Manuel Battaglia.
Gracias, médico querido, por tantas satisfacciones en aquella bella época del Diablo rojo.