El bus azul. Durante los últimos días yo lo esperé por las mañanas sobre la Roosevelt con 36, sentado en las gradas de Italian Pizza. En los tiempos del apagón de Gaviria, de ahí la ruta se metía a San Fernando Viejo para recoger a dos de bachillerato. Uno se llamaba Alejandro. A ambos les gustaba el rock. El conductor se llamaba Don Ómar. A ese Don Ómar parece que también le gustaba el rock y durante buen rato puso a sonar en el radio del bus un casette que, con el saludo, le entregaban los dos de bachillerato. Cherry Pie, de Warrant, descosiendo el parlante como una de las primeras canciones de la banda sonora del recorrido, nos mantenía ocupados tarareando en lugar de madriando al presidente cada que mirábamos la oscuridad en movimiento al otro lado de la ventanilla. Igual lo madriábamos, pero con música de fondo.El recorrido duraba casi una hora. Terminaba sobre la vía a Jamundí, doblando a la derecha en la Avenida La María y después de las tres bendiciones al pasar la figura de una virgencita milagrosa que años después quedó casi con la vista puesta en el motel que los traquetos construyeron al frente. La triple persignada tal vez era por eso. Durante siglos, un campanazo anunció el comienzo de clases. La campana la tocaba el profesor Sarmiento, que era muy alto y vivía diciendo que las matemáticas, así en plural, no existían porque la matemática era una sola. La suya, en singular, muy difícil. Al salón siempre iba vestido de bata blanca y rigor científico.El primer recreo antes de las diez. El aviso no lo daba la campana sino el olor saliendo del horno: las pizzas de jamón que La Mona preparaba en la tienda eran una delicia. También vendían pancacho caliente, perros y hamburguesas, nada sano, todo muy rico. Para el segundo recreo, a un costado del colegio, Magia estacionaba su moto del otro lado del alambrado. Y en la moto una nevera con cremas de vainilla y fresa a las que les ponía mermelada en el tope. También llevaba sandys de sabores tan indescifrables que se distinguían por colores en vez de por su gusto. ¡¡Hay rojo, amarillo, zapote, morado!!, ofertaba Magia, y las bolsitas de hielo multicolor pasaban de mano en mano mientras las lenguas de todos se iban tiñendo. Junto a la reja, el día igual podía saber a mango viche con sal, chontaduro, grosellas, mamoncillos o madroño.La cancha de fútbol alcanzaba a verse desde todos los salones de bachillerato. Los salones tenían entrada pero no puertas y unos ventanales de pared a pared en los que nunca hubo vidrios ni nada que impidiera la entrada de aire o la salida de alguien. Varios grumos de pasto detrás de la cancha, la última frontera: árboles de ciruelas creciendo entre el alambrado y al otro lado un potrero mordisqueado por vacas mansas. En el arco de ese extremo, campeones a los 10-11 años después de una final a penaltis con el Hebreo. Proveniente de esa orilla del mundo, durante un tiempo una niña llegó a estudiar montando un caballo que su papá llevaba al cabestro. El padre era un campesino que había conseguido trabajo por ahí y el caso de su hija yendo a clases al anca ejemplificaba la forma en que las puertas de ese colegio permanecían abiertas para todos como su principal metodología de enseñanza. Algunos encontramos allí nuestra primera segunda oportunidad.Temprano olía a hierba mojada. A veces se escuchaba el tropel de unos pellares. De niños nos daba miedo que nos picotearan los ojos. Acequias de agua pasaban alrededor de los salones. Y árboles de mango: junto a la araña, el del lago, detrás de la vicerrectoría. Los subíamos vestidos con pantalones que se veían grises de lejos; de cerca, una tela gallineta atravesada por una delgadísima cuadrícula de líneas azules que combinaban con el turquí de la camisa. Zapatos negros. Luego tenis. Siempre tenis. Era el uniforme de Los Cedros del Líbano, el lugar donde empezó la vida para un montón de caleños. Un lugar que hace ya quince años no está.