Somos un país acostumbrado a no cumplir. Esta tendencia se refleja en cada rincón de nuestra vida: en el lenguaje, en las relaciones personales, en los negocios y, por supuesto, en la política. Nos envolvemos en promesas vacías, frases descuidadas, evasivas que parecen amables. ¿Cuántas veces hemos oído -o dicho- ‘cuándo nos vemos’, ‘déjese ver’, ‘te llamo la próxima semana’? Lo decimos sabiendo que seguramente no sucederá. Y lo más absurdo: nadie lo espera en serio.

Hemos disfrazado el incumplimiento con un aura de amabilidad. En lugar de ser francos, preferimos postergar el ‘no’ con fórmulas vacías como ‘de pronto’, ‘ojalá’ derivado del insh- Allah, y nuestro Dios quiera, como si Dios o Allah tuviera la responsabilidad de contestar una llamada. Aprendemos desde niños que decir la verdad puede incomodar, así que cultivamos un lenguaje suave y ambivalente para endulzar el descuido. Tanto así, que esta forma de comunicarnos aparece en manuales culturales sobre América Latina y autores como Jorge Castañeda dedica un capítulo entero de ‘México Mañana’ a explorar cómo, por evitar decir que no, preferimos mentir y posponer con elegancia.

Pero esta práctica va más allá de lo social. Está presente en los negocios: en el electricista que nunca llega, en el proveedor que no devuelve las llamadas, en el correo prometido ‘ahorita’ que no aparece. En los proyectos que se demoran el triple de lo pactado y en los clientes que eternizan los pagos. Hemos normalizado el incumplimiento, entrenando nuestras expectativas a la baja.

La política no escapa a este patrón. Con cada nuevo líder o propuesta, nos balanceamos entre la ilusión y la resignación. Soñamos con el cambio, pero secretamente dudamos de que algo suceda realmente. Hemos aprendido a vivir con baja ejecución y esperanza alta. Como un pueblo optimista y alegre que somos, seguimos creyendo, por si acaso esta vez sí.

¿Qué tal si empezamos por algo tan simple —y tan difícil— como decir ‘no’ cuando es no, y ‘sí’ solo cuando es con intención? Prometer menos, cumplir más. Llegar a tiempo. Cancelar con anticipación. Responder llamadas. Pagar a tiempo. Cumplir con la palabra dada. Reunirse, de verdad, a tomarse ese café.

Podemos pedir más franqueza a los amigos, exigir responsabilidad en el trabajo y votar no solo por ideas, sino por propuestas con la capacidad real de cumplirlas. El primer paso es modificar nuestro propio lenguaje. Contar cuántas veces evitamos un ‘no’ sincero, las veces que prometemos un ‘ahorita’ sin querer cumplir. Cuántas veces ya sabemos que nos van a incumplir y aun así seguimos diciendo ‘ojalá’.

Hay solución pero requiere disciplina. Después de la pandemia, gracias a las forzadas reuniones virtuales redujeron excusas por el tráfico, y la eficiencia en cumplir una cita empezó a pesar más, incluso en los encuentros en persona. Tal vez estamos listos para construir una cultura diferente. Una que no renuncie a la calidez, pero la combine con compromiso. Porque un país que honra su palabra y espera lo mismo puede empezar a cumplir sus sueños.