Dos de mis más queridos amigos, Eduardo José Victoria y Aura Lucía Mera, escribieron sentidas columnas en las que contaron haber imaginado estar, uno y otra, sentados en una banca con sus respectivos padres, charlando de los pasajes vividos con sus adorados progenitores. Ambas notas me conmovieron y me llevan a intentar un proceso similar, no ya con mi papá–cuya memoria venero- sino con la que fue mi personaje inolvidable, en una banca del Parque Boyacá de Tuluá.

No es fácil para mí señalar quién haya sido ese personaje, porque la vida me ha concedido el privilegio de estar cerca de tantas personalidades que dejaron su impronta en mi memoria. En política, Carlos Lleras Restrepo, uno de los más egregios líderes liberales de la historia de mi partido; Agustín Nieto Caballero, rector del Gimnasio Moderno; Fernando Hinestrosa, rector del Externado, cuyas enseñanzas y ejemplo tanto me sirvieron en el ejercicio profesional.

Pero ninguno de ellos alcanza la dimensión de Gertrudis Potes Domínguez, que es, definitivamente, mi personaje inolvidable, y al que ahora imagino sentada conmigo en una banca del parque del pueblo, al que los domingos concurríamos chicos y chicas a darle “vueltas”, de 7 a 9 p.m., donde iniciaban los romances juveniles, que duraban lo que las rosas de Ronsard, el espacio de una mañana.

Gertrudis Potes fue mi madrina en la pileta bautismal. No tengo duda alguna de que fui uno de los seres que ella más amó, tanto como yo la amé a ella. Buena parte de mi infancia y adolescencia la pasé en su casa, y fue alto el aporte recibido de su vasta cultura.

La “señorita Potes”, como muchos la conocían, desarrolló múltiples actividades: era propietaria de acreditada joyería; agente de importantes marcas internacionales, como General Electric; dueña de estación de servicio –la “Bomba Miramar”-; y gerente del Teatro Boyacá, al que ella y yo acudíamos casi todos los días a la vespertina que empezaba cuando el tañido de la campana de la iglesia de San Bartolomé anunciaba las 6:30 p.m. Allí nació mi gran afición por el cine.

No fue, como muchos creen, dirigente política y jamás hizo parte de un directorio liberal, partido al que pertenecía por su cercanía a las familias Uribe White y Restrepo White. Ella fue acendradamente roja a pesar de su apellido, pues fue la única persona con ese patronímico de esa tendencia ideológica. Mi madre se salvó porque a sus tiernos 18 años casó con Federico Restrepo White, destacado jefe liberal tulueño.

Gertrudis Potes no encabezó ningún movimiento en protesta por los asesinatos de liberales ejecutados por la “pajaramenta” financiada por la élite conservadora del pueblo. No instó a los nueve valientes que firmaron la carta al director de El Tiempo denunciando las tropelías de León María Lozano, y que pagaron con su vida tres de ellos, casi cuatro porque Ignacio Cruz sobrevivió a los balazos que recibió en el rostro.

Sí fue líder cívica y de su “Círculo Potes” que funcionó en su casa por muchos años salieron obras fundamentales para el desarrollo del municipio, como el Club Colonial y el aeropuerto “Farfán”. El Hotel de Turismo “Libertador” quedó en cimientos porque lo frenó la violencia que rompió el tejido social de la “Villa de Céspedes”.

Ya anciana, el gobernador Humberto González la nombró alcaldesa y aceptó por su inmenso afecto por Tuluá.

En la imaginaria banca, siento que está viva y, sobre todo, siento que ese amor que ambos nos profesábamos, aún subsiste.