Nos vendieron humo como si fuera oro. El ‘cambio histórico’, el nuevo amanecer, el presidente que por fin enderezaría a este país torcido desde la cuna. Y resultó otro más en la triste saga, un charlatán rodeado de ineptos, esta vez sin corbata.

Petro gobierna más con trinos que con hechos, obsesionado con símbolos trasnochados y con ser siempre el centro de atención. Gobernar, sin embargo, es ejecutar y resolver, no agitar discursos. Ministros y funcionarios entran y salen como fichas de parqués. En contraste, aquella noción de gerencia pública que Barco inculcó a una generación de estadistas hoy se desvanece, unos desarmados por la vejez, otros marginados por la soberbia excluyente de este nuevo mesías.

Las consecuencias son visibles. La ‘paz total’ se convirtió en la mayor burla. Se negocia con grupos armados que siguen extorsionando y matando, mientras al ciudadano de a pie le queda el miedo y el abandono. En seguridad, vivimos un chiste macabro.

La economía va a la deriva. Se demonizan petróleo y carbón mientras se improvisa una transición energética. En 2024, la inversión extranjera cayó 15,2 % frente a 2023, dejó de llegar a minería y petróleo, pero los sectores no mineros no lograron compensar la pérdida. Sin confianza ni diversificación real, el empleo se tambalea y la incertidumbre domina.

La salud retrocede, la educación se estanca y el gasto burocrático se multiplica. Reformas inviables se presentan más como experimentos políticos que como soluciones. ¿Cambio? Sí, pasamos de ilusos a estafados. Lo más grave no es solo la mala gestión, sino la mediocridad convertida en norma. Casos como el nombramiento de la viceministra Guerrero y tantos otros en el servicio diplomático son una afrenta a la carrera pública.

La ciudadanía oscila entre la indignación y la indiferencia. Muchos se saben traicionados; otros, resignados, repiten que “todos son iguales”. Y las compañías que eligió no hacen más que confirmarlo, viejos -y algunos jóvenes- zorros de la politiquería, con mañas intactas, disfrazados de redentores, bajo la excusa de una ‘nueva oportunidad’ y la coartada de que sin ellos nada avanzaba.

El resultado es una política más desacreditada, una democracia desgastada y una sociedad que se acostumbra al engaño. Esa es la tragedia real, no solo el Presidente que fracasa, sino un país que normaliza la mediocridad y tolera que lo defrauden una y otra vez.

Mientras tanto, el debate público se degrada. Se discuten excentricidades, chismes de alcoba o gestos de arrogancia, de machismo y de acoso, en lugar de las decisiones que marcarán el futuro. Un país no se gobierna desde el clóset ni desde la cama; se gobierna con instituciones fuertes y políticas coherentes. La vida privada debería ser irrelevante; cuando la política se reduce al fisgoneo, lo esencial se hunde en la charca del chisme.

La experiencia de otros países ofrece lecciones útiles. La izquierda de Felipe González modernizó España y la derecha de Sebastián Piñera impulsó reformas con criterios técnicos. Aquí, en cambio, nos perdemos en extremos que solo desgastan. No podemos resignarnos a la idea funesta de que, si pudo llegar él, cualquiera puede llegar, la misma desazón que hoy cargan peruanos, venezolanos y tantos otros en el vecindario.

Claridades. Con este fallido pasaje de la historia he podido comprender mejor aquella frase de Turbay Ayala: “La corrupción en sus justas proporciones”. Nunca fue un llamado a robar menos ni a maquillar el delito con un barniz de ética barata. Era, en realidad, la advertencia de que el apetito de gobernantes y burócratas no terminara por destruir lo único que aún sostiene a este país frágil, esa fe mínima en un Estado que, aunque torcido, debía al menos parecer confiable.