Tan arraigada está la desigualdad a nuestra sociedad y tan interiorizada está en nuestra vida, que, es mi impresión, ha adquirido un blindaje de naturalidad. Son naturales las abismales distancias entre los estratos socioeconómicos, la disparidad en sus salarios, la diferencia en su riqueza. De apariencia estable, nuestra desigualdad luce como una realidad terminada. Además, cuenta con sus propios defensores, para quienes la desigualdad es necesaria, en tanto que, para que haya ricos, debe haber pobres. Hay quienes deducen que no podemos tener un país más igualitario debido a que siempre ha sido profundamente desigual: si algo es común a los años que constituyen nuestra historia es el hecho de que unos siempre han tenido demasiado y ganan mucho y otros no tienen nada y ganan poco.
El estado de cosas del pasado justifica para algunos el estado de cosas del presente: la desigualdad que padecemos ahora es exactamente la misma que hemos tenido desde hace siglos y, frente a tan cristalizada realidad, nada o muy poco podemos hacer. A nivel internacional, la lectura puede ser la misma. Algunos países están condenados a vivir ciclos viciosos de desigualdad, como India y, otros, por fortuna, se regocijan en ciclos virtuosos de igualdad, como Suecia.
Concebir la desigualdad como un fenómeno natural nos induce a creer que no hay otra realidad posible para un conjunto de personas y de familias, obligadas a sobrevivir con menos de lo que alcanza para una canasta. Es claro: una cosa es la desigualdad y otra muy diferente es la pobreza. Hay países muy desiguales, con índices bajos de pobreza, como Chile. Y también los hay con mucha pobreza y bastantes índices de desigualdad, como Colombia. La realidad colombiana combina ambos factores: al lado de una vergonzosa desigualdad, se padece una terrible pobreza.
El fenómeno es tan grande, que naturalizar la desigualdad y normalizar la pobreza es justificar las desgracias de millones de personas. Una desgracia que no solo se traduce en el poco dinero que se gana por mes y en el muy poco dinero que se puede gastar por día. Implica, por ejemplo, asumir las consecuencias de no haber terminado la escuela. Implica no tener por largos periodos de tiempo un empleo. La pobreza trae consigo la imposibilidad de acceder a servicios vitales como el agua o padecer las limitaciones de no poder pagar servicios de salud.
Thomas Piketty, economista francés, es claro al respecto: “un país no es desigualitario o igualitario por naturaleza”. Si no es por su naturaleza, entonces, ¿de qué dependen los niveles de igualdad de un país? ¿De dónde su desigualdad? ¿De dónde la igualdad? Aquí la respuesta: “depende de quién controle el Estado”. La desigualdad, según esto, no es un destino dado. La desigualdad podría concebirse como un laberinto, confuso e intricado, del que no es tan fácil salir. Sin embargo, reconocer las dificultades para encontrar la salida es una cosa y, otra abismalmente diferente, es estar convencido de que para países como el nuestro no hay otra opción, sino dar vueltas perenemente entre los pasillos de este laberinto.