Cuando Muhammad Ali, el mejor boxeador de todos los tiempos, aterrizó en Bogotá el sábado 12 de noviembre de 1977, todos en la redacción de la cadena radial Todelar voltearon a mirar a una jovencita de apenas 21 años y cabello largo y negro llamada Olga Grace Behar Leiser.

Había dos motivos para que se fijaran en ella y no en ninguno de los comentaristas especializados en boxeo: Olga no solo cubría deportes sábados y domingos –durante la semana estudiaba Comunicación Social en la Universidad Jorge Tadeo Lozano – sino que además, y lo más importante, era la única que sabía inglés.

–Mejor dicho: era la reina del paseo– dice ella 42 años después, y se carcajea.

Al día siguiente del aterrizaje de Ali, el domingo 13 de noviembre, lo condujeron al estadio El Campín para que hiciera el saque de honor en el juego entre Millonarios y Atlético Nacional. Olga convenció a uno de los organizadores para que le permitiera acondicionarlo con unos audífonos y dar la vuelta a la pista atlética mientras lo entrevistaba y le pedía vivas al público.

Efectivamente, aquellos fueron los primeros 15 minutos de fama de Olga Behar. Dio esa ‘vuelta olímpica’ haciendo bromas con Muhammad Ali que ella iba traduciendo al tiempo que los espectadores gritaban: “¡Viva Ali!” Esa tarde la cadena Todelar la rompió en sintonía. A Olga se le torció el destino.

Apenas unos días después la llamó don Guillermo Cano, el director de El Espectador. Lo mismo hizo Hernando Santos Castillo, el director de El Tiempo. También Jaime Soto, el director del noticiero de televisión Contrapunto.

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La abuela materna de Olga, Ilse Caroline Mayer de Leiser, le hizo la carta astral a Hitler. Allí aseguró predecir, cinco años antes de que ocurriera, lo que harían los nazis con los judíos. La madre de Olga, Bárbara, nació de hecho en Alemania en 1930, apenas ocho años antes de la Noche de los Cristales Rotos. Así se le llamó a la primera gran matanza organizada por los nazis contra los judíos. Al abuelo de Olga lo golpearon esa noche del 9 de noviembre de 1938.

Caroline montó a su familia en un barco, el navío francés Colombie, con destino a Colombia, justo antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939.

El abuelo paterno de Olga hizo lo propio. Partió desde Israel junto con un primo rumbo a Buenos Aires, donde estaba una hermana. Querían hacer “la América”: encontrar una oportunidad.

El recorrido, sin embargo, era espantoso. Había que atravesar el Mar Mediterráneo, después el Atlántico, cruzar el Canal de Panamá, hasta Argentina. El primo no aguantó el ajetreo y se bajó en el puerto de La Guaira, en Venezuela. Eso explica por qué parte de la familia de Olga Behar es venezolana. Su abuelo continuó hasta Buenaventura. Le maravilló el trópico, la exuberancia de la naturaleza, los negros, y decidió quedarse. Vendía telas que compraba en el puerto y después ofrecía en Cali y otros municipios.

Su esposa, sin embargo, empezó a padecer problemas de salud. Le sentó mal el clima caluroso y húmedo. Así que tres años después buscaron una tierra menos caliente y alguien les habló de la comunidad judía de Palmira.

Allí se conocieron José, el papá de Olga, y Bárbara, su madre. Era extraño que un sefardí y una alemana, ambos judíos, por supuesto, se casaran. Pese a alguna que otra protesta familiar, lo hicieron.

Olga Behar nació en Palmira el 16 de junio de 1956. Unos pocos años después, cuando tenía 5, la familia se trasladó a Cali en busca de un colegio hebreo para su hermana.

Olga recuerda su infancia y su juventud rodeada de libros. Sus padres eran lectores voraces, especialmente de obras de la Segunda Guerra Mundial, como ‘Éxodo’, de León Uris, que cuenta la historia de un grupo de judíos supervivientes del horror nazi, o los libros de Simón Wiesenthal, el cazador de nazis.

A la casa también llegaba la revista Life y revistas alemanas que su madre traducía. Sin embargo, estaba prohibido hablar en alemán. Tampoco se hablaba de la guerra. Cuando Olga o alguno de sus hermanos preguntaban sobre lo que le había sucedido a sus ancestros a manos de Hitler siempre les respondían: “Después”.

Los silencios sobre la guerra despertaron en ella la curiosidad por entender la violencia. Aunque para satisfacerla no se le ocurría el periodismo. Olga Behar quería ser guionista de cine.

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Cuando ingresó a la oficina de Hernando Santos Castillo, el director de El Tiempo, este le propuso que trabajara en el periódico cubriendo la información distrital: la Alcaldía y esos asuntos oficiales. A Olga le pareció bien.

Enseguida, sin embargo, Santos le ofreció un sueldo que era una ridiculez. Cuando Olga le preguntó por qué le ofrecía tan poco, le respondió que lo más importante era el “good will” de trabajar en El Tiempo. Ese “good will”, ripostó ella, no iba a pagar su crédito hipotecario.

–Te quiero mucho, Hernando, a El Tiempo seguiré viniendo, pero de visita– agregó mientras se paraba de la silla.

Olga, de vez en cuando, participaba en los proyectos que lideraban Daniel Samper Pizano y Alberto Donadio en la Unidad Investigativa del periódico.

Un par de días después cumplió la cita con don Guillermo Cano, en El Espectador, quien le propuso cubrir la información política –era lo que Olga quería– y un sueldo de $8500 (en Todelar ganaba $3400). Dijo sí sin pensarlo.

Pero justo la llamó Jaime Soto, el director del noticiero Contrapunto. A Olga le sorprendió “la llamadera” de gente tan importante en los medios de comunicación. Acudió a la cita intrigada, pese a que ya había aceptado trabajar para El Espectador.

Jaime le hizo una pregunta que le movió el piso: ¿Cuántos años crees que le faltan a Carlos Murcia, el jefe de información política de El Espectador, para jubilarse?

– Por lo menos 30.
– Ese será el tiempo que estarás al lado de su escritorio. Yo te ofrezco viajes, corresponsalías en América Latina, la información dura del noticiero.
También le ofreció un salario que triplicaba la oferta de El Espectador: $27.000 y un poco más.
–Pero mi palabra ya la tiene don Guillermo Cano– se excusó Olga.

Jaime Soto tomó el teléfono y llamó al director del periódico. Le dijo que se negaba a que una reportera de las cualidades de Olga Behar estuviera en el escritorio de al lado durante 30 años. Don Guillermo estuvo de acuerdo. En ese momento Olga dejó la radio para hacer televisión, donde denunció varios de los casos de corrupción y abusos de poder más sonados de la década del 80.

“Los buenos periodistas saben que la clave del asunto está en la reportería. Ese es el secreto del oficio”.

El encanto de la radio

Como estaba convencida de que su vida consistiría en escribir guiones para películas y documentales, durante sus últimos años de bachillerato Olga Behar se matriculó en la Alianza Colombo Francesa. Su plan era aprender francés para después irse a estudiar cine en la Universidad de Quebec, en Canadá. En días en que no existía internet, fue hasta la embajada para llenar los formularios. Cuando le llegó la confirmación del cupo en la universidad, conversó con su padre como muchas veces lo hizo: con los hechos cumplidos.

Olga supuso que su papá la iba a apoyar. Sin embargo, para José Behar hacer cine en Colombia en el año 73 era una utopía, un sueño si acaso realizable en el Siglo XXIII. Olga, además, tenía apenas 17 años como para irse tan lejos.

Su padre le propuso hacer un año de intercambio en Estados Unidos, para aprender inglés. Quien no sepa ese idioma, decía, “está jodido”. Así fue. Olga se graduó con honores de un colegio cerca de Rochester, una ciudad al noroeste del Estado de Nueva York. Al dominar el inglés, pensó ilusionada, su padre la enviaría por fin a estudiar cine a Nueva York.

En realidad su papá estaba en conversaciones con un gran amigo suyo, el periodista Isaac Nessim, quien por esos días estudiaba en la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá. Isaac le explicó al padre de Olga que la carrera de comunicación social incluía cine como énfasis, así que esa era una buena manera de que ella desechara la idea de estudiar cinco años por fuera de Colombia.

Isaac, incluso, tomó una foto de Olga de un álbum familiar y la matriculó en la universidad. Ella dice que su gran amigo también le torció el destino “para bien”.

Ya en clases de primer semestre, un profesor de radio, sin explicar mayor cosa, dijo: “ Escriban para la otra semana un capítulo de una radionovela”.
Olga vivía a dos cuadras de Todelar, que quedaba en la Calle 48, y se acordaba de las radionovelas que allí transmitían, como Kaliman. Decidió irse para la cadena radial a que le explicaran cómo se hacían los libretos. Eran tiempos en los que entrar a un medio de comunicación, incluso en Bogotá, no era tan difícil.

En la puerta de Todelar estaba el comentarista deportivo Óscar Restrepo Pérez, ‘trapito’. Olga le explicó que necesitaba un libreto de Kaliman, y Restrepo le dijo que mejor asistiera a la grabación de la radionovela.

– Camine la llevo.

Olga vio cómo escribían los diálogos, cómo hacían los efectos especiales, cómo actuaban Gaspar Ospina y Érika Krum, y se enamoró de la radio. De paso, Óscar Restrepo Pérez le propuso trabajar los fines de semana en un programa de deportes. Finalmente Olga venía de Cali, donde acababan de finalizar los Juegos Panamericanos, y además sabía de fútbol. Es hincha del América.

Hacer radio mientras estudiaba, reflexiona ahora en su oficina de la Universidad Santiago de Cali, la hizo olvidarse del cine, al punto que esa ambición terminó reducida a un hobby que satisface con Netflix.

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El segundo día de Olga Behar en el noticiero 24 horas, tres años después de haber trabajado en Contrapunto -en donde cubrió el inicio y el fin de varias de las dictaduras de América Latina- la llamaron para decirle que en Panamá acababan de encontrar la avioneta en la que el 28 de abril de 1983 se había accidentado Jaime Bateman, fundador del grupo guerrillero M19. La avioneta había permanecido desaparecida nueve meses.

Olga, entaconada y con medias veladas, y sin ni siquiera tener aún un escritorio, pidió que el noticiero alquilara una avioneta para cubrir la noticia. Contar la historia del M19 se había convertido en una de sus obsesiones desde que estudiaba en la Jorge Tadeo Lozano. Olga lo iba a saber mucho tiempo después, cuando lo capturaron tras el robo de las armas que hizo el M19 al Cantón Norte del Ejército, en Bogotá, pero incluso su profesor de teatro en la universidad, Carlos Duplat, hacía parte de ese grupo armado.

En la avioneta, y después de atravesar ríos en canoas que no daban ninguna seguridad, Olga llegó hasta las selvas de Panamá para entregarle “la chiva” a Colombia del descubrimiento de los restos de Jaime Bateman. Sin embargo, terminó frustrada.

Era una historia tan grande, con un contexto vasto y unos detalles que valía la pena narrar, que un par de minutos de televisión no alcanzaban. Se sentía como el que se emborracha o se droga, vive un momento de éxtasis, pero a la mañana siguiente se pregunta: ¿esto para qué sirvió?
Fue cuando se prometió hacer un periodismo de autor. Escribir historias que por su extensión o por la censura no cabían en los medios pero sí en los libros.

– Tener una doble agenda.

“No quería seguir haciendo ese periodismo en el cual tenía tantas cosas para decir, pero podía decir tan poco. Tenía dos minutos apenas, a veces 50 segundos de un noticiero”.

Así, de a poco, mientras cubría el día a día, entrevistaba a poderosos como Yasser Arafat o denunciaba las torturas en las caballerizas de la Brigada de Institutos Militares, a cargo del general Miguel Vega Uribe, se hizo escritora.

En 1985 publicó su primer libro, ‘Las guerras de la paz’, la memoria histórica de la violencia en Colombia desde el asesinato, el 9 de abril de 1948, de Jorge Eliécer Gaitán, hasta la Toma del Palacio de Justicia por parte del M19 el 6 de noviembre de 1985.

En ese mismo año debió exiliarse en México. El general Vega Uribe fue nombrado ministro de Defensa y decidió perseguirla por sus denuncias, al punto que le allanó el apartamento. El presidente Belisario Betancur dijo que no podía hacerse responsable de lo que le pudiera pasar.

En México, pese a todo, Olga fue feliz. Cubrió el Mundial de Fútbol de 1986 por pedido de Yamid Amat, hizo reportajes para medios mexicanos, escribió su segundo libro, ‘Noches de humo’: la historia completa de la toma y retoma del Palacio de Justicia.

Periodismo de autor

Algunos amigos la llaman en broma “el cohete Behar”. No solo por sus risotadas, sus blusas de colores festivos, sino también porque pareciera que no existe nada que la detenga. Desde que ingresó a primer semestre de universidad no ha dejado de hacer periodismo, incluso pese a sus dos exilios (el segundo fue en Costa Rica, desde donde hacía historias para Univisión).

El costo de su trabajo, y de denunciar a los corruptos, lo pagó a un precio alto: separarse de sus hijos, Carolina y Alejandro. Debió enviarlos a estudiar al exterior por seguridad.

Para fortuna familiar, hace un par de años regresaron a Colombia. Pudieron estar con su padre, Gerardo Ardila, antes de su muerte. Gerardo falleció en junio de 2018. Con Olga estuvo casado durante tres décadas. Se conocieron en los días del proceso de paz entre el M19 y el Gobierno de Virgilio Barco, que Olga cubrió. Gerardo era desmovilizado de ese grupo que entregó sus armas el 9 de marzo de 1990.

Entre otros, Olga Behar ha ganado los premios CPB y el Simón Bolívar en televisión. ‘El Clan de los doce Apóstoles’ fue elegido como el mejor libro de 2012 por el CPB.

Que su esposo haya tenido una vida plena y un final sin sufrimiento -un infarto- hace sentir a Olga satisfecha con su destino. Al declararse satisfecha, conjura el dolor, sigue adelante, así sea para meterse en problemas.

Su libro más temerario - y por el que la han amenazado- fue el que publicó en 2011: ‘El Clan de los Doce Apóstoles’. Allí denuncia que Santiago Uribe, el hermano del expresidente Álvaro Uribe, lideró un grupo paramilitar en Yarumal, Antioquia. El juicio del caso termina el 13 de noviembre de 2019. Ese día se harán los alegatos finales. En 2020 se dictará sentencia.

El libro más reciente, ‘Operación Palomera, el comienzo del fin de las Farc’, lo escribió a seis manos: participó su hija, Carolina Ardila, y el estudiante de comunicación social Pablo Navarrete. Con ellos Olga conformó un equipo cuyo objetivo es narrar el posconflicto tras el Acuerdo de Paz con las Farc.

En el libro se cuenta precisamente cómo el secuestro de los doce diputados del Valle del Cauca, el 11 de abril de 2002 por parte de ese grupo armado, representó el gran triunfo de la guerrilla sobre las Fuerzas Militares, pero también el inicio de su fin como organización armada.

A la Asamblea Departamental, ubicada en el centro de Cali, donde ocurrió el secuestro, los guerrilleros le decían así, “la palomera”.
–Leer este libro será reparador para las víctimas. Y es necesaria su lectura para que el país entienda la necesidad que existe de construir lazos de reconciliación. La obra es también parte de mi búsqueda como periodista: encontrar la verdad de lo que nos pasó, de lo que nos marcó, como el secuestro y la posterior masacre de los diputados, el gran error de las Farc. Encontrar la verdad es lo que me mueve –dice Olga, a quien todos en la Universidad Santiago de Cali, donde coordina la Unidad de Medios y dicta clases de periodismo, le dicen ‘La Maestra’.