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Desde que fue inaugurado en 2009, el San Rafaelle ha realizado un total de 74 misiones médicas en los departamentos de Chocó, Valle, Cauca y Nariño. Para esta oportunidad, tuvo que suspender los servicios de cirugía y odontología para respetar las normas de distanciamiento en época de covid. | Foto: Foto. Jaír Coll

SALUD

Un viaje a bordo del San Raffaele, el barco que lleva salud al Pacífico

Ni ser objeto de asalto en Buenaventura detuvo al reconocido Barco Hospital de emprender su misión médica número 74, esta vez en Guapi, Cauca. El País acompañó su labor durante cuatro días.

30 de agosto de 2020 Por:  Jaír F. Coll Rubiano | Periodista de El País

Cuando el coronavirus llegó supuestamente a Limones -algunos dicen en marzo, otros en abril, unos pocos en mayo-, casi todos los cultivos de matarratón fueron arrasados.

Las hojas se trituraban para convertirlas en un mezcal que luego de echarlo en un vaso de agua con limón se tomaba hasta tres veces al día por tres días consecutivos; el potente ‘antibiótico’ -el único que los pobladores tenían al alcance, pese a la desaprobación del Ministerio de Salud- fue tan efectivo en la comunidad que no tardaba más de media semana en disipar la fiebre, el malestar general o la pérdida del olfato y gusto, síntomas de aquello que ellos llamaban el “covid chiquito”.

Transcurrido un tiempo en el que ya no se volvieron a presentar casos sospechosos, en este corregimiento ubicado a 30 minutos en lancha desde Guapi, Cauca (ver mapa), ya no era “imperativo” usar tapabocas, el cual fatigaba hasta los pulmones más fuertes, dada la pesada humedad.
Solo hasta el viernes 21 de agosto se volvió a ver en Limones a personas que tenían cubierta la parte inferior de la cara. Se trataba de la misión médica del Barco Hospital San Raffaele que, tras anclar a pocos metros de la orilla, descendió con algunos de sus miembros a tierra. Se dirigieron al puesto de salud de Limones. El recibimiento fue caluroso por parte de quienes trabajaban en el puesto de salud... bueno, de quien trabajaba, pues entonces solo se contaba con una enfermera auxiliar.

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Limones ya llevaba más de un mes sin ver un médico en sus calles, pues el último, Carlos Álvarez Saénz -quien era el único en atender a pacientes con síntomas vinculados al covid- había fallecido el 22 de junio luego que lo remitieran a Pasto, Nariño, tras contraer esa enfermedad que hoy tiene en jaque al mundo. El doctor Álvarez tenía 66 años al momento de su muerte.

Desde entonces, en el puesto de salud solo se hacían curaciones, toma de presión y citologías. Los pacientes con enfermedades crónicas, mujeres en su tercer trimestre de embarazo o niños con problemas de nutrición normalizaban sus dolencias una vez más. Tal vez ya no hubiese un “covid chiquito” en Limones, pero la cotidianidad del olvido y el abandono regresaba ligeramente a este pueblo de un poco más de 200 casas construidas sobre palafito.

La misión que el Barco Hospital San Raffaele tenía programada para Guapi y Limones estuvo a punto de no ser realidad. En la noche del pasado 25 de julio al menos diez hombres armados irrumpieron en el muelle del barrio Kennedy, de Buenaventura, en donde siempre reposa el barco luego de regresar de una misión médica. Tras agredir a los vigilantes, a uno de los cuales enviaron a Urgencias por un cachazo en la cabeza, robaron electrodomésticos, equipos de navegación, computadores, tres motores, herramientas y objetos de laboratorio.

Era irónico: después de once años sin tener ningún incidente con grupos armados en los pueblos más apartados de Nariño, Cauca, Valle y Chocó durante sus misiones, el barco se convertía en víctima de la banda La Local, una de las más temidas del Puerto. Afortunadamente, las autoridades encontraron los elementos robados al día siguiente en una caseta del barrio San Luis.

La misión a Guapi -la segunda del año y la número 74 en toda su historia- era una realidad otra vez. “Si bien tuvimos que suspender las cirugías y la atención odontológica para respetar el distanciamiento por lo del covid, logramos traer 24 personas, que aparte del equipo de marineros, maquinista y cocineras, está el ginecobstetra, dos pediatras, tres médicos generales, dos enfermeras jefes, un bacteriólogo para los exámenes de laboratorio, un paramédico, un psicólogo, un regente de farmacia y un asistente de registro y facturación”, explica Ana Lucía López, jefe de misión y directora de la Fundación Italocolombiana Monte Tabor, a cargo de las misiones médicas del barco.

Así es como el barco hospital San Raffaele ayuda al Pacífico

De repente, López deja de hablar. Advierte desde la sala del navío, en donde está sentada, que el San Rafaelle acaba de ingresar a la bocana que conecta el río Guají con el mar Pacífico, punto en el que corre el riesgo de voltearse por el descenso de la marea. Ver el horizonte caído le recuerda a López aquella vez en la que el equipo salía de Puerto Merizalde, en Buenaventura, para descubrir que dormía de forma vertical, pues habían encallado.

Pero gracias a una maniobra del capitán, el horizonte se ordena una vez más. Es viernes 21 de agosto, día de llegada. López se sienta de nuevo y continúa: “Es casi seguro que nos encontremos con niños que necesiten apoyo nutricional, por lo que también pensamos entregar 40 bultos de bienestarina, que es un complemento de alto valor nutricional. Pero también le recomendamos a los padres cómo mejorar la dieta de sus hijos”.

Precisamente, la historia de López inicia con un infante, cuando participó en su primera misión médica como circulante con la Patrulla Aérea Civil Colombiana en 1990. El destino era Nuquí, Chocó, y el paciente, un menor al que operaron de una hernia umbilical. Ver la sonrisa que desplegó este apenas le recibió un bombón le daba más seguridad de que la meta que ella se trazó cuando tenía 8 años era la acertada, tiempo en el que se crió como hija de campesinos de Ginebra, Valle, que más tarde se mudaron a Santandar de Quilichao, Cauca, en donde cada vez que había enfrentamientos entre Ejército y guerrilla, la familia debía guarecerse bajo las ubres de las vacas. Vivir esa realidad y diferenciarla con la que presenciaba en sus visitas a Cali le hizo entender que debía ayudar a cerrar la brecha entre vulnerables y privilegiados. ¿La solución? La medicina.

Curiosamente, López nunca estudió la carrera, dado su temor innato a la sangre, pero se formó como economista y se especializó en Gerencia Social, lo que le permitía formular proyectos para la Patrulla. Se codeó con los galenos de esa organización por casi 20 años sin preveer que en 2009 daría un vuelco hacia las navegaciones por ríos y mar.

A más de 9400 kilómetros, en Milán, Italia, el caleño Diego Orlando Posso empezaba a trabajar en el área de urgencias del hospital privado San Raffaele. Corría el 1995. El paramédico, tras percatarse de que el centro asistencial renovaba sus equipos constantemente, logró que se los donaran para enviarlos a hospitales públicos de Colombia.

Cierta vez decidió recibir la carga por cuenta propia en Buenaventura. Visitó Juanchaco y Ladrilleros, en donde descubrió que el puesto de salud era una casa ausente de puertas y ventanas. “Si así es el Pacífico a media hora del Puerto, no me quiero imaginar cómo será en el resto del Litoral”, se dijo.

Regresó a Italia con un sueño: hacerse con un hospital flotante que atravesara todo el Pacífico nacional. Conoció al futbolista Iván Ramiro Córdoba, excapitán de la Selección Colombia y una de las cabezas visibles del Inter de Milán, quien le ayudó a promocionar una campaña para recoger dos euros por persona. Qué sorprendente fue que recolectaran 700.000 euros. Y más estupefacto quedó Diego al enterarse de que el entonces presidente Silvio Berlusconi aportó medio millón de euros. Hoy, el barco se sostiene con el apoyo del Ministerio de Salud, la Unión Europea y la Embajada de Japón.

Construir ese barco de 60 metros de diámetro y 30 de ancho, dividido en tres pisos, ya era una realidad. Fue inaugurado el 16 de junio del 2009. Para ese momento López y buena parte de sus colegas de la Patrulla ya se había integrado al proyecto.

“Si bien hacíamos un valioso trabajo al atender cerca de 100 pacientes diarios de la mano de hasta seis médicos, aquí podemos aumentar la cobertura a 300. En esta oportunidad, dado que reducimos el personal, la meta es llegar a atender entre 1500 y 1300 personas, pero también beneficiar a 5000 indirectamente, porque también entregaremos 1100 mercados que nos donó la mamá del Presidente, así como otros elementos como pañales, ropa, juguetes”, continúa.

El capitán hace sonar la bocina. Desde la proa se alcanza a ver cómo los pobladores saludan elevando las manos. López afirma: “Quiero que ellos se sientan parte de Colombia”.

—¿Este es tu embarazo número qué, Martha?
—El tercero.
—Ok. Según me dices, el anterior parto lo tuviste por cesárea, ¿por qué? —pregunta el ginecobstetra Javier Mendoza Suárez.
Escuchar las mismas respuestas dubitativas, toparse con cientos de embarazos en menores de edad, descubrir la misma falta de educación sexual en los puntos más dejados por la mano de Dios no evitó que Mendoza se sorprendiera al oír de parte de Martha:
—La verdad es que nunca pregunté, me hicieron la cesárea. Lo siento.
El ginecobstetra termina de anotar los datos de Martha, de 27 años, y le pide que se acueste boca arriba en la camilla, en donde eleva su blusa hasta su pecho para que Mendoza le haga una ecografía.
—¿Quieres saber qué es?
Martha asiente.
—Es una niña.

Por primera vez desde que quedó encinta en marzo pasado, Martha ya podrá pensar en un nombre para su criatura, a la que espera dar a luz en enero del 2021.

“Esta es la Colombia de la que nadie habla. Esa en la que las mujeres jamás han visto un médico durante su embarazo ni tampoco se han realizado un control prenatal o siquiera ingerido los medicamentos básicos. ¿Por qué? Principalmente por la desidia del Estado, que no se esfuerza en distribuir mejor el personal de salud ni tampoco en mejorar los niveles educativos sobre este tema”, asegura Mendoza, quien lleva un año y dos meses como miembro del equipo del San Raffaele.

Si bien la Encuesta Nacional de Calidad de Vida del DANE del 2018 asegura que el 94,7 % de las personas del Pacífico están afiliadas a los regímenes subsidiado y contributivo de salud, la advertencia que la Defensoría del Pueblo lanzó en 2016 parece ser la misma: “Persisten ciertas barreras que pueden evitar que reciba atención médica en caso de necesitarlo, las cuales se resumen en la falta de centros de atención, mala calidad del servicio y escasos recursos para el transporte de los enfermos de las zonas rurales a los centros médicos”.

De hecho, Guapi nunca ha podido trascender del nivel uno de atención médica, por lo que el Hospital Público San Francisco de Asís solo cuenta con ocho médicos generales, telemedicina y la especialidad de ginecología y obstetricia a través de ese medio. El proyecto de la Alcaldía actual es llegar al nivel dos (el mismo del Barco San Rafaelle), lo que habilitaría los servicios de cirugía, medicina interna, psicología, pediatría, entre otros.

Martha regresa a la proa, que no es otra cosa que la sala de espera en el San Raffaele. Mientras en el navío atienden a embarazadas y mujeres que necesitan ver al ginecólogo, en el puesto de salud de Limones el resto del equipo se dedica a hacer consultas generales y de planificación familiar.

La agenda es sencilla: cada día se atienden personas de una vereda distinta, pero ejecutarla no es para nada fácil, pues tan pronto llegaban los galenos, a las 6:30 de la mañana, se encontraban con decenas y decenas de pacientes esperando afuera, algunos venidos de locaciones que quedan a cuatro horas en lancha, con bebés en brazos, enfermos crónicos o madres que cargan a sus hijos para que lleguen impolutos a la cita médica, dado que casi siempre hay una creciente en el río Guají que termina por inundar las calles de Limones.

“Estoy aquí para que me revisen cómo va mi recuperación por la fractura que me hice del tobillo derecho en octubre del año pasado”. “Quiero que revisen a mi niño, porque lo veo muy delgado”. “Mire que a mi pequeña le salió un sarpullido en las piernas” son algunas de las solicitudes que se alcanzan a oír mientras el celador del puesto de salud trata de ordenarlos en fila o llamar a lista a quienes ya habían pedido cita con anterioridad. No todos logran ser atendidos.

Mientras esta escena se desarrolla, en otro extremo del corregimiento el psicólogo Alejandro Aza se arremangaba el jean antes de ingresar a un camino ligeramente inundado por la creciente del río Guají. Su destino era la casa en donde vivían Anatulia Angulo Valecilla y su hija Ruby, de 24 años. Es decir, el sector más retirado desde el centro de Limones, que es la loma en donde reposa la Iglesia, y por ende, el más empobrecido.
Aza llega a una vivienda de madera en la que hay un par de niños que juegan desnudos. Tan pronto terminan de vestir a Ruby en una habitación aparte, la llevan ante el psicólogo, que empieza a preguntar a Anatulia cuál es la condición de su doceava hija.

—Ruby tiene malaria cerebral —responde Anatulia, mientras agarra fuertemente a su hija, de ojos aterrorizados—. Disculpe, pero ella siempre es así ante lo extraños, ocultándose en las esquinas para que no la vean. Por eso es que no tiene amigos.

—¿Pero ella cómo llegó a tener esa condición? —pregunta Aza.

—Lo que pasa es que hace mucho mi marido había casado un venado de mar y me lo comí cuando estaba en embarazo, pero yo no sabía que tenía un mal (estaba enfermo). Solo me enteré cuando di a luz y la partera me dijo que Ruby había nacido con ese mal. Estuvo normal los primeros cinco años, pero después empezó a convulsionar. Apenas si sabe cómo comer. Me queda más fácil ir al puesto de salud de acá para mandar a pedir el medicamento, porque si la llevo a una cita hasta Guapi nos cobran $40.000 ida y vuelta a las dos, y pues recoger piangua, que es de lo que yo vivo, me da muy poco.

Aza termina de apuntar todos los datos de Ruby en un informe que deberá entregar al regente de farmacia, en el barco, y así solicitar la carbamazepina, un medicamento para controlar las convulsiones, por lo que deberá regresar en la tarde.

Una vez el San Raffaele atendió a más de 600 personas en Limones, sus labores en el corregimiento fueron completadas el pasado martes 25 de agosto, día en el que se dirigió a Guapi, en donde dio la mano a otras 700.

Finalmente, zarpó de regreso a Buenaventura ayer sábado. Esa es la parte de todo viaje que más desazón produce en López, la jefe de misión, pues si bien realizarán teleconsultas a los pacientes que lo requieran, sabe que no es lo mismo que estar frente a ellos, conocer sus dolencias, sus ojos, sus heridas (y no solo las externas, claro está). Guapi es devorada por el horizonte a medida que el Barco San Raffaele se aleja poco a poco. Un Pacífico con excelente salud es probablemente esa nueva normalidad que debió existir en la región desde muchos años atrás.

La otra cara del covid en Limones

La hora en la que siempre arribaba la lancha del Barco Hospital San Raffaele al corregimiento de Limones, es decir, 6:30 de la mañana, era la misma en la que se acostumbraba a ver a decenas de niños que llegaban desde veredas aledañas en lancha o al menos navegando en largas canoas. Hoy la educación en esta zona rural de Guapi es, sino digital, al menos por asesorías quincenales o visitas de maestros a los hogares de los estudiantes.

“Las asesorías son presenciales, por lo que aquí vienen los estudiantes cada quince días para entregar los talleres que ya resolvieron y recibir los otros. Esos encuentros duran entre seis y cuatro horas, por lo que se aprovecha para resolver cualquier duda de los estudiantes”, explica Uriel Riveros, director del colegio Fray Luis Amigó, que en 2018 graduó su primera promoción de grado once.

De acuerdo con Riveros, si bien algunas clases siguen en curso por vía Whatsapp, los pines diarios para hacer funcionar esta aplicación en el corregimiento cuestan $4000, es decir, $120.000 al mes. Además, pocas casas en Limones y veredas vecinas tienen plantas de energía, lo que hace más difícil la comunicación. Tampoco hay que olvidar que el sector no tiene servicio de acueducto ni sistema de recolección de basuras.

“Es cierto que en esas condiciones la educación se diluye bastante, pero, frente a eso, nuestros maestros hacen lo posible por visitar las casas de los estudiantes y hacen un seguimiento de su vida académica”, asegura el rector de la institución educativa.

Para el psicólogo Alejandro Aza, que ha participado en todas las misiones del San Raffaele desde noviembre del 2018, una de las barreras en la educación del Pacífico es que no hay un alto interés en los jóvenes por estudiar ni tampoco de sus padres.

“A eso se suma que en las casas más pobres ni siquiera se cuenta con una mesa adecuada para hacer las tareas. ¡Una mesa! Entonces ya te podrás imaginar que ni computador tienen”, asegura.

La otra cara del covid en Limones, al igual que en el resto del Pacífico y quizá de todo el mundo, es el golpe económico. Víctor Quiñónez, de 25 años, es cultivador de cocos, una actividad esencial en el corregimiento, así como la pesca.

“Antes de la pandemia uno lograba vender 600 docenas de cocos cada 45 días, que es cuando se cosecha, pero ahora solo nos compran hasta 150 en Guapi. De resto, a uno le toca sobrevivir como pueda, con ayudas, trabajos varios. Lo que sea, ¿no?”, comenta Quiñónez, quien agacha la cabeza con resignación.

Así es como el barco hospital San Raffaele ayuda al Pacífico

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