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Visite Ginebra, tierra del mejor sancocho del Valle del Cauca

Aunque es famoso por ese plato que nos da vueltas en la genética, Ginebra es mucho más que la delicia ancestral que se resume en aquel plato. Crónica de un lugar que también fue la cuna de un genio musical.

29 de mayo de 2016 Por: Jorge Enrique Rojas | Editor Unidad de Crónicas

Aunque es famoso por ese plato que nos da vueltas en la genética, Ginebra es mucho más que la delicia ancestral que se resume en aquel plato. Crónica de un lugar que también fue la cuna de un genio musical.

[[nid:540215;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/05/734_4.jpg;full;{La explicación más simple para entender por qué ese municipio distante a una hora de Cali se fue convirtiendo en ‘el reino del sancocho’, salta a la vista en un recorrido por sus alrededores.Fotos: Oswaldo Páez | Especial para El País}]]

Hay una explicación más compleja para el caldo de gallina, papa, yuca, plátano hartón y, cuando se puede, sustancia de carne, que ha nutrido el árbol genealógico de quienes crecimos en esta tierra. Porque si no fuimos nosotros habrán sido nuestros padres, o los abuelos, o los abuelos de los abuelos, quienes tuvieron la bendición de haberse levantado comiendo ese plato que según un chiste popular es el santo más sabroso entre todos los santos: el sancocho. Lea también: ¿Se muere de hambre? En Guacarí lo reviven con un fiambre La complejidad hablará de herencias de otros mundos y de la recursividad sazonada en este. De españoles, de africanos e indígenas; de las raíces ancestrales que nos conforman. Y por eso la explicación situará el plato en todas las esquinas del mapa: en el Atlántico y el Pacífico, donde lo hacen con pescado y ya es otra cosa; en las montañas cafeteras, el Amazonas, en los Llanos Orientales, donde a la gallina la pueden reemplazar con armadillo, y en este Valle del río Cauca, por supuesto, donde dicen los que saben, ninguno es tan rico como el que a fuego de leña preparan en Ginebra. La explicación más simple para entender por qué ese municipio distante a una hora de Cali se fue convirtiendo en ‘el reino del sancocho’, salta a la vista en un recorrido por sus alrededores: la tierra está bendita porque allí sin mayor esfuerzo se da todo lo necesario para alimentar la olla;  hay praderas donde todavía pasta buen ganado y ríos como el Guabas, que bañan los suelos donde las gallinas engordan felices; hay caña, como en todas las puntas de esta región, pero también fríjol, maíz, uva, tomate y montañas con picos coronados de niebla donde crece todo lo demás. La tierra es tan buena que sin abono de allí también brotó aquel genio que bautizaron Benigno, pero que todos conocimos como ‘El Mono Núñez’, al dejarnos como legado el festival musical que lleva ese, el que fue y siempre será su nombre. A los 78 años, la señora Melba, una de sus cuatro hijas con vida, cuenta esa historia desde el mismo lugar donde creció el hombre y la familia, la Hacienda Belén: “Con 6 años mi papá ya tocaba guitarra sin que le enseñaran. Nunca aprendió a leer una nota… Si usted iba a cantar él le decía: tararee pues, y ahí le cogía el ritmo…” La Hacienda Belén es una construcción del otro siglo que mantiene vivo en este tiempo el tiempo que ya se fue: el tiempo en que los caminos más largos se recorrían a caballo y a un costado de las casas se construían escalones de piedra  para que las señoritas pudieran apaearse de las bestias sin temor  a que en el movimiento se les viera hasta el apellido. En Belén, esos escalones, pintados de un amarillo palidecido por el agua y el sol, se ven desde la puerta principal, apenas separados por una reja de madera del pasillo largo donde ‘El Mono’ se sentaba a tomar el fresco todos los días después de ir al campo. “Desde que se casó con mi mamá se vino a vivir aquí con ella. Y sus días eran los días de un hombre que ayudaba y estaba pendiente de lo que se necesitara en la finca. Pero en esencia era un músico y todas las noches tocaba la guitarra o la bandola. Y cuandol tocaba se transportaba…  Como cuando se murió Miguel Salazar, un amigo que tenía en Buga, y yo le decía, ¡Ay, papá!, usted va a hacer llorar a esa guitarra…”, recuerda la señora Melba, cerca del portón. Desde allí, el panorama de ‘El Mono’ era el panorama de todo Ginebra: las montañas al fondo y en el medio un océano verde que dependiendo de la época y de lo que estuviera sembrado podía contener todos los verdes de este mundo. Y del océano. Desde allí podía ver un árbol gigante del que hoy se descuelga un columpio; y un árbol de mango y ramas larguísimas que cortan en jirones el cielo. Del otro lado de ese corredor, dándole toda la vuelta a la casa, un pasillo donde el mejor adorno es el viento soplando melodías salidas del otro lado de las montañas, que bajan y se enredan entre un jardín de anturios y tapiceros. La Hacienda Belén queda después de unos veinte minutos de destapada desde la plaza principal del pueblo y en la vía que conduce al ingenio  Pichichí. En el camino, a lado y lado de la carretera, van pasando por la ventana potreros y pastales que lentamente son rumiados por vacas mansas que asoman sus carotas por los alambrados. Así como en las haciendas San José y Santa Lucía. Uno de los atractivos que en los últimos años también ha brotado de las tierras de Ginebra son las fincas que conservando esa otra época, se alquilan como alojamiento para fines de semana o temporadas especiales como la de este puente, cuando se celebra la versión número 42 del Festival de Música Andina Colombiana ‘Mono Núñez, y el pueblo, es una fiesta de esquina a esquina. Durante las primeras versiones, por ejemplo, en la Hacienda Belén siempre se alojó el jurado de los festivales. Hasta finales del año pasado, cuenta la señora Melba, ella vivió ahí, en esa suerte de museo que es la casa donde se conservan intactas la mayoría de pertenencias de ‘El Mono’. Allí hay, desde la vasenilla y el jarrón que en 1924  le dieron como regalo de bodas, hasta un anaquel con el reloj, las chaquetas y los zapatos que usó hasta que en 1991 lo alcanzó la muerte, a seis días de cumplir los 95 años. Murió de viejo, dice su hija. Como mueren los hombres buenos, le digo yo. Buenos como ese, al que llamaron Benigno y estuvo llamado a ser bueno desde la pila de bautizo. “Me fui hace seis meses porque mi esposo ya no está. Del 87 al 96 aquí tuvimos restaurante y los fines de semana podían venir 100 personas a comer sancocho, pero a mí se me cansó la cédula… Además, tampoco es que yo fuera una experta en sancocho…”, dice ella en medio de una risotada tan afinada y vital que parece música.La que sí es experta, asegura, es Esperanza, una de las hermanas Bran y quizás la más adelantada de ese linaje de cocineras, famoso en el pueblo por su sazón. En la vía hacia el corregimiento de Costa Rica, donde la delicia son los charcos que después de Puente Rojo ha ido abriendo la corriente del río Guabas, está su restaurante en medio de otros, en medio de muchos (antes de Albania), que llevan años y años preservando la tradición del bendito caldo que a los vallecaucanos nos da vueltas en algún lugar de la genética. Vea también: Toro, la postal escondida del Valle del Cauca En la curva que lleva a la vereda El Jordán y bajo un letrero con ese mismo nombre, está la casa que ella fue construyendo ladrillo a ladrillo y sancocho a sancocho. Los primeros clientes, recuerda, tenían que llevar plato y cubiertos porque su vajilla era tan pobre que no le alcanzaba. Ahora la que a veces no alcanza es ella, con una clientela que la busca de domingo a domingo y casi todos los días de sol a sol. Contrario a los chefs más encopetados, que guardan sus recetas como secretos de Estado, Esperanza dice que el único secreto de su sancocho es cocinarlo con hojas de cimarrón y meter entre la leña ramas de guayabo y un ‘marido’: un tronco robusto cuya única gracia es irse consumiendo lentamente.  En su restaurante, Esperanza sirve el sancocho con hojaldras, tostadas de plátano, ensalada fresca, aguadepanela aromatizada con limón mandarino y si usted lo prefiere, junto al arroz blanco, unas cucharadas de pegado caliente que lo llevarán por lo caminos más crocantes del cielo, mientras por los parlantes del restaurante se descuelga algún bolero en la voz de Nat King Cole. 

De ahí, el pueblo a diez minutos en bicicleta. Y mucha gente anda en bicicleta, no solo porque es un pueblo plano que puede recorrerse a pedal limpio, sino porque las bicicletas todavía se pueden dejar estacionadas un rato afuera de las casas sin miedo a que se las lleven. Y afuera de la iglesia. Así lo hace Kevin Guerrero, el muchacho que trabaja como aseador del templo, cada que antes de terminar turno el padrecito lo manda a subir a la cúpula para sacar las palomas que se quedan atascadas en la torre. “Cuando yo bajo, la bicicleta siempre está ah텔,  jura con risita de monaguillo.

Y a media cuadra de la iglesia, los billares Danubio. Porque Ginebra es un pueblo tan pequeño que se reza y se peca en la misma cuadra. Aunque pecar sea un decir, en todo caso, porque el billar nunca ha sido sitio de trifulcas, cuenta su administradora, María Fernanda Ávila,  que dice que la mayoría de clientes son “viejitos” que van a escuchar tangos y a pasar el tiempo entre las carambolas que suceden y las que nunca llegan.

 Podría haber una explicación más compleja para todo el pueblo, pero la más efectiva sale justamente de uno de los clientes más antiguos del billar,  el señor José Octavio Molina, que a los 66 años sigue pasando casi a diario  para jugarse un chico, oír música y pedir una gaseosa fría. Le han dado ocho preinfartos y ya no toma licor. Pero ese no es el asunto, dice: en ese bendito pueblo, no se necesitan los embellecedores.  

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