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Conozca Sevilla, el pueblo más paisa de todo el Valle

Sevilla, el municipio trepado más arriba entre todos los municipios de la región, es también el pueblo más paisa de todos los vallecaucanos. Crónica de un lugar que, en algunas esquinas, pareciera corresponder a otro mapa.

20 de mayo de 2016 Por: Jorge Enrique Rojas | Editor Unidad de Crónicas de El País

Sevilla, el municipio trepado más arriba entre todos los municipios de la región, es también el pueblo más paisa de todos los vallecaucanos. Crónica de un lugar que, en algunas esquinas, pareciera corresponder a otro mapa.

[[nid:537738;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/05/sevilla-casablanca.jpg;full;{Sevilla es el municipio que está trepado más arriba entre todos los municipios de la región y por eso lo llaman ‘el mirador del Valle y el Quindío’.El País}]]

Sevilla es un pueblo donde ocurren cosas extrañas, dice Juan Bautista Marín Mejía, el dueño del café Casablanca, acomodado en una de las mesas cercanas a la barra de ese lugar que lleva 51 años abriendo en la esquina del parque Uribe y donde efectivamente todo tiene un sabor tan único, que es raro: allí saben diferente el tinto, los tangos, el aguardiente, el paso del tiempo y también la vida. Juan Bautista tiene 62 años y es un señor alto que generalmente habla muy pasito. A veces puede ser para preservar en el aire la limpieza de la música que viene antes de la misma música: las melodías, casi todas salidas de discos de vinilo, salen de los parlantes precedidas por la ronquera inicial de las primeras vueltas que sobre el tornamesa dan los viejos acetatos de 45 y 78 revoluciones. Otras veces, la voz bajita también puede ser a causa de la osteomielitis, la enfermedad que desde hace tiempo le puso un bastón en las manos, pero que él hace ver como una simple gripa cuando al escuchar una canción que le gusta, sonríe como el niño que por primera vez oyó cantar a un pájaro: ¡La voz de esa mujer es una verraquera!, dijo a las once de la mañana del pasado miércoles, aliviado de cualquier dolor, cuando a través de los bafles la peruana Yma Sumag empezó a cantar Vírgenes del Sol. En el café Casablanca además de tangos suenan milongas, boleros, valses, música clásica y también grabaciones únicas, como la que recopila los únicos registros fonográficos de Hernán ‘El Mono’ Herrera, un tenor tan inmenso como desconocido, que nació en el pueblo y murió desvestido de fama aún a pesar del brillo de su remoquete: “En el féretro, que ingresa lentamente, va La Voz de Oro de Colombia. El último privilegiado de este siglo. No hay fotógrafos, ni televisión. Tampoco Estado. El hombre no es noticia. Jamás fue a una cárcel ni traficó con coca. Simplemente cantaba como un ser celestial. Si hubiera sido alemán o italiano, el mundo estaría conmovido con su desaparición. Pero nació en Sevilla (1933)…”, escribió en 1990 Jesús Rincón Murcia, para un diario capitalino que tituló el texto sobre el sepelio, ‘la crónica del funeral más triste del mundo’. [[nid:537738;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/563x/2016/05/sevilla-casablanca.jpg;full;{Sevilla es el municipio que está trepado más arriba entre todos los municipios de la región y por eso lo llaman ‘el mirador del Valle y el Quindío’.El País}]] Juan Bautista llegó al café cuando tenía 33 años para trabajar como cajero. Durante los doce que duró como empleado de Jairo y ‘Tomate’, los antiguos propietarios, también lavó losa, fue mesero, atendió complacencias musicales, lidió borrachos y se hizo amigo de varios. Otra de las hermosas rarezas de Casablanca es que aunque allí se puede pedir un trago a la misma hora que un ‘pintado’, nunca ha sido lugar de tropeles. Y por si las moscas, a media cuadra queda la estación de Policía del pueblo. Por Casablanca pasa y ha pasado el pueblo entero: pasan los agentes,  que a media mañana van a tomar tinto; empleados del banco, dueños de fincas, jubilados, conductores de ‘yipetos’ y los  campesinos que viajan en los ‘yipetos’ y  milagrosamente siguen viviendo de los cafetales que se extienden sobre el filo de las montañas.  Pasan clientes muy antiguos, como el carpintero Jaime Franco, que a los 67 años dice que primero le falta la luz del sol que un cafecito en ese lugar, y clientes muy nuevos, como Daniela Portilla, que a los 16 y con el pelo teñido de verde, puede ir tres veces a la semana porque siente que cada que vez que entra allí se transporta en el tiempo. Y la sensación, dice con una sonrisota blanca y luminosa, le gusta mucho. La primera vez que cruzó la puerta fue hace un año y cuenta que fue una cosa parecida al amor a primera vista. Casablanca es también un museo musical con una colección de siete mil quinientos  discos de 78 revoluciones; mil de 45, y unos nueve mil Long Plays entre los que también hay una pila de acetatos de Los Beatles, los Rolling Stones y baladas de peluquería: “Por las tardes también se le da gusto a los muchachos”, dice Juan Bautista, señalando el afiche clásico de ‘los cuatro de Liverpool’, que junto a un televisor de pantalla plana son los  únicos artilugios de la modernidad que van colgando de las paredes del Casablanca, adornadas con cuadros y retratos, y fotos y fotos de Gardel y de toda una pandilla de diablos cantores del lunfardo. Entre la veintena de mesas y sillitas abullonadas, a veces puede aparecer por ahí William Giraldo Herrera, un sevillano de 58 años que de memoria se sabe el Martín Fierro, de José Hernández, el Payador Perseguido, de Atahualpa Yupanqui, y la letra de mil tangos. Tanto el poema gaucho como cualquiera de las canciones, él las va recitando según sea la ocasión o el sentimiento del día. Extrañamente William no es profesor ni trabaja en ningún colegio; de hecho ni siquiera tiene un trabajo fijo: hace zapatos y los va vendiendo por ahí, como se pueda. Extrañamente, también, alguna gente lo conoce más por el calzado que ofrece que por todo lo que lleva en la cabeza. Hace poco le compuso una bellísima zamba argentina a las putas. Se llama ‘Mariposas de la Noche’ y la tiene montada con melodía, pero eso, al igual que todo lo demás, casi nadie lo sabe. Sevilla  es un pueblo donde ocurren cosas extrañas, dice Juan Bautista Marín Mejía, el dueño del café Casablanca.  En la geografía del departamento, Sevilla es el municipio que está trepado más arriba entre todos los municipios de la región y por eso lo llaman ‘el mirador del Valle y el Quindío’. Por eso ahí se puede tomar café y aguardiente desde temprano, porque lo dictan el clima y la costumbre, que en la mayoría de esquinas tienen más acento paisa que vallecaucano. El acento también se hace evidente en decenas de fachadas típicas de pueblito antioqueño, que van saltando entre las calles con ventanales volados y puertas pintadas de colores  que puede que no combinen con nada de las construcciones, pero sí con el sol, o las nubes, o las aves, o las flores del jardín. Sevilla es el pueblo vallecaucano más paisa que hay y ese acento también se les sale en el hablado. O si no, vaya y pregunte puesss papᅠSiguiendo el camino hacia arriba, entre sus montañas y cafetales, entre sembrados de plátano y yuca y frijol, también brotan los ríos Ballesteros, Bomboná, Bugalagrande, Cimitarra, Cinabrío, La Fe, La Paila, La Sara, La Vieja, Palomino, Pijao, Saldaña, San Marcos, Tibí y Totoró. Cuando no es para allá, el poeta Álvaro Aguirre dice que el parche de los domingos es yendo hacia Tres Esquinas. Vea aquí las postales más bellas de Sevilla, Valle Pasando ‘la última estación’, una seguidilla de bares y tabernas que quedan al frente del cementerio municipal, está Poncharello, el negocio donde el apicultor Fernando Antonio Sánchez lleva años vendiendo un batido de leche y vino que, acompañado de unas galletas de panela y queso, sabe más rico con el paisaje que desde ahí alcanza a verse. Ese es el postre del postre. Según el poeta, que desde los 9 anda haciéndole versos al amor y al desamor y ya llegó a los 54 años en esas, por ese paisaje muchos errantes han dejado de serlo: “Aquí se han quedado árabes, españoles y hasta un griego: Constantinos Anagastokis, que se enamoró de una sevillana y montó un restaurante de comida griega en la plaza principal”. Al fin poeta, Aguirre dice que el pueblo es el único pueblo en el mundo con una terminal de ‘llevo-llevo’, unas carretas de madera adaptadas con cuatro ruedas y timón, que les sirven a media docena de hombres para ganarse la vida acarreando de aquí para allá mercados, corotos, trasteos y casi cualquier cosa que resulte muy pesada para un par de brazos desprovistos de músculos o resistencia.  Estacionados cerca de la bomba de gasolina que hay de camino al cementerio, los ‘llevo-llevo’ y sus dueños permanecen de lunes a lunes disponibles  según el  alcance del bolsillo del doliente. Aunque no haya nada extraño en ellos ni en su oficio, tan común en tantas partes del mundo más necesitado, cada vehículo es una singularidad ensemblada de acuerdo al rebusque y la fé de sus conductores, que junto a las cabrillas  han ido incrustando desde crucifijos hasta piedras muy  preciosas para ellos. Por eso entre esos carros, hay carros que no tinen precio.  Esa es otra bella extrañeza de ese munipio donde no se llega sino que se sube. Otra rara belleza  solo posible en el Valle que también es loma.

 

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