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Las haciendas más importantes y emblemáticas del Valle del Cauca son la hacienda Cañasgordas, y la hacienda El Paraíso. Esta última es el epicentro de la novela María, del escritor caleño Jorge Isaacs. | Foto: Archivo

BICENTENARIO

Así era la vida hace 200 años en lo que hoy se llama el Valle del Cauca

Los trajes de algodón, seda o zaraza, los sombreros franceses con flores artificiales, causaban sensación hace dos siglos. La Iglesia pedía recato.

6 de agosto de 2019 Por: Andrés Rivera Arizabaleta / especial para El País

La hacienda es un símbolo magno de la vida colonial. En ella vivían no sólo los Señores, dueños de la hacienda y de grandes extensiones de tierra, sino también los capataces, peones y esclavos, quienes se encargaban de trabajar el campo además de cumplir labores domésticas, relativas al mantenimiento del hogar.

Así, era un lugar donde había grandes contrastes sociales, y del mismo modo las costumbres variaban entre las distintas clases. Por ejemplo, la música africana al ritmo de la cual bailaban y cantaban los esclavos era muy diferente de la música europea que oían los terratenientes españoles o criollos.

Exploraremos las costumbres que giraban en torno a la vida cotidiana de las haciendas, intentando exaltar las diferentes actividades que podían realizar estas personas de diferente rango social al interior de una jerarquía bien definida.

¡A trabajar la tierra!

La hacienda se regía por una organización económica particular y una división del trabajo bien definida: se trataba de un régimen feudal, donde el terrateniente dirigía a un grupo de trabajadores o esclavos, quienes se encargan de cultivar la tierra.

De estas grandes extensiones de tierra surgía una importante producción agrícola y agropecuaria. En efecto, los jornaleros dedicaban sus días a ordeñar al ganado, a construir potreros y establos para los caballos, y a cuidar de los demás animales que se encontraban en la finca.

Además, los esclavos y los peones, dirigidos por un capataz, cultivaban la tierra manualmente, lo que requería de un enorme trabajo físico. Era común también dedicarse a la caza o a la pesca, con el fin de conseguir los alimento protéicos para complementar la comida diaria.

Para soportar los largos días soleados, los jornaleros preparaban y bebían guarapo, una jugo refrescante extraído de la caña de azucar, que se presentaba como buena fuente de energía. Para su preparación se empleaba el trapiche, un molino tradicional impulsado por un animal de tiro, que se encontraba frecuentemente en los cultivos azucareros.

Con la colaboración de Alberto Silva Scarpetta, historiador

¿Y qué hacían las mujeres?

La Dama, esposa del hacendado, era quien dirigía la organización del hogar: ella controlaba todas las actividades domésticas que se desarrollaban en la hacienda. ¿Pero a qué dedicaban su tiempo libre?
Por lo general, las mujeres no tenían derecho a ser educadas y cultivadas. Sin embargo, algunas de ellas dedicaban su tiempo libre a la lectura. Su interés se centraba en novelas de ficción y la poesía. No obstante, un selecto número indagaba también en los textos recientes de la Ilustración.

También, las mujeres se encargaban de la primera educación que recibían los niños.

En un cuarto especial de la casa, el Salón de las mujeres, la Dama y sus hijas se reunían para dedicarse a bordar, tejer y a realizar otros trabajos de costura. Aquí podíamos encontrar elementos como la rueca y el telar. Las otras mujeres que vivían en la hacienda, es decir, las esclavas y empleadas domésticas, desempeñaban labores de aseo y se encargaban de la preparación de las comidas.

La cocina fue el crisol en el que se fundieron las razas para conformar la identidad colombiana. Las negras africanas estaban a cargo del fogón de leña, usaban los productos que muy bien conocían los nativos americanos, y añadían los ingredientes de los señores españoles, y además recibieron la influencia árabe que regó el dulce de leche por todo el continente americano hasta Argentina. Nada tan “cocina fusión” como el aborrajado, con el plátano nativo, el queso y la harina europeas y la fritura dulce y salada africana.

Con información de la Red Cultural del Banco de la República y del libro ‘Fogón de Negros’, de Germán Patiño.

La oración en el hogar

Las creencias y las costumbres de las personas estaban muy ligadas a la religión católica. La enorme influencia en la educación por parte de los jesuitas que llegaron como misioneros a los territorios americanos, tuvo grandes consecuencias en las tradiciones de los diferentes grupos sociales. Así, la oración se convirtió en una actividad imprescindible en el diario vivir. Por ello, las haciendas contaban con capillas privadas
para la celebración de pequeñas ceremonias, y con reclinatorios junto a las camas, destinados a la oración privada que los hombres y las mujeres realizaban numerosas veces al día.

Moda a la europea

Que una mujer casada y de clase social alta se pusiera un vestido a la altura de la rodilla no era concebido por esos días.

Ningún traje de una dama respetable podía superar la altura del tobillo, en aras de la moral y las buenas costumbres. Las mangas debían ir largas y no se estilaba dejar al descubierto el cuello, una parte sensual y privada de la mujer.

La influencia de la moda hace 200 años provenía de Europa, de donde llegaban las finas telas importadas en los mismos barcos donde traen el algodón.

Las prendas íntimas elaboradas en algodón o en lencilla estaban a la orden del día. Pero todo dependía de la clase social. Mientras las mujeres dedicadas a las labores del campo usaban calzones, las calsarias sólo eran utilizadas por niñas de clase notable, así como los critines (el polizón europeo), las camisas y las camisolas, derivadas de la prenda masculina.

Para las bodas se usaban los velos y los lencillos con transparencias, en colores como el amarillo o el beige, con encajes. Las mujeres asistentes, como era usual en una visita a la iglesia, debían cubrir su rostro y parte de su cabello, —que insinuaba erotismo—, con las mantillas españolas. El blanco era el color de moda, predominaba en el ropero de figuras como Antonia Santos y Policarpa Salavarrieta, quienes pese a su carácter revolucionario no estuvieron exentas de los ataques de vanidad femenina.

Basado en investigación de Ana Milena Valdés Peña, Corporación Educativa ITAE.

Elegancia, de pies a cabeza

Llevar un atuendo en su cabeza habla de su clase social. El sombrero jipi japa (de paja con ala) no se podía comparar con el de ala corta, tipo bombín, que utilizan los nobles.

La cabeza y las espaldas de las mujeres iban cubiertas con un manto negro o azul sin ningún adorno y algunas veces se doblaba bajo el mentón, pero dejaba la cara descubierta y un pequeño sombrero de copa acabado en forma cónica, puede decirse que debía ir sobre el moño de la cabeza, se ponía a un lado, casi a punto de caerse, pero la clave estaba en la elegancia con que se lleve.

La virreina María Villanova, de Nueva Granada, esposa del virrey Antonio Amar y Borbón, causó sensación por esos días con unos zapatos que representaban la moda del antiguo régimen de influencia francesa en España. Estos eran de tacón alto y el cierre incluía detalles de tipo ornamental.

En otras clases sociales se usaba la típica y cómoda alpargata, hecha con una espiral de cabuya de fique que iba adoptando la forma del pie, pero que no era apta en climas húmedos.

Se trataba de un calzado abierto, con una capellada de algodón que favorece la ventilación. Otras se hacían de esparto (planta) y van atadas al tobillo.

Flores y accesorios

Para pasear por la tarde, el vestido apropiado era un sombrero bonito de paja con flores artificiales, un chal de abrigo de Norwich y batas de algodón o zaraza, fabricadas en Inglaterra.

Para las tertulias y bailes, las damas debían vestir acordes a
la moda francesa, con mucho gusto, y se recomendaba adornarse el cuello y el pecho con una profusión de perlas, esmeraldas y otras piedras preciosas.

Algunas damas solían pasear con sus enormes sombreros franceses con muchas flores artificiales y vestidas con batas de seda de vivos colores y chales sobre sus espaldas, ante el asombro y mortificación de algunos sacerdotes que veían como un pecado recitar sus oraciones
con ropa tan llamativa.

Una alternativa eran las batas de seda negra ajustadas y adornadas con abalorios del mismo color.

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