El álbum del lobo
El llamado de la Corte Constitucional a los padres, para que hagan manejo responsable de las imágenes que de sus hijos ponen en las redes sociales, debería dar lugar a algo más que a un comentario y a un café.
Infortunadamente todo puede terminar en eso. O en considerar que no es para tanto y que el alto tribunal debería más bien ocuparse de otros temas, más en un país tan revuelto como este que nos toca a diario.
Pues no, como dice el eslogan: los niños primero. Sobre todo, cuando los colmillos de esa bestia que es la violación de la intimidad son cada vez más grandes.
La estadística aquella de que el año pasado hubo en Colombia, cada hora, tres episodios de material infantil usado por pedófilos y traficantes de pornografía, hasta completar 34.147 denuncias en el curso de esos doce meses, enseña los alcances de lo que no es otra cosa que una mafia cada vez más rica y poderosa. Aparte de casi impune.
Lo que mucha gente no sospecha es que no están ahí todos los inocentes que terminan en semejantes garras. Porque, como siempre sucede, una cosa es lo que logran conocer las autoridades y otra todo aquello que pasa de agache frente a los controles.
Y tan grave como eso es que aún haya quienes siguen creyendo que eso les pasa a los hijos y nietos de sus vecinos -que ya está muy mal, porque lo que es con uno es con todos-, pero no a los propios.
No se confíen. Bien saben ustedes que las fotos que van a parar allí, a las redes, son fotos sobre las que, por lo general, se pierden propiedad y control.
Por supuesto que hay poco por hacer. Celebración tras celebración o salida al parque tras salida al parque (aunque ahora todo es digno de foto, foto, foto) hemos terminado por alimentar un monstruo. El mismo que se las arregla para pasar por caperucita o por abuela, mientras las orejas del negocio se les escurren hasta tocar el piso.
Aquí, todos perdemos. Más los peques, ajenos a aquel “mira, mira, mira” que puede terminar, por mal uso, en pesadilla.
Lo dice bien la Corte cuando habla de los explotadores de esas imágenes con fines sexuales. Y, no menos, en las advertencias que hace de la suplantación de identidad, otro de los riesgos, nada eventuales, que existen.
Y también acierta en eso de que lo que hoy es un chiste, con base en una imagen hecha a costa del ridículo del menor, mañana puede convertirse para él, ya adulto, en un “trágame tierra”.
“¿No es acaso usted el mismo que hace años se hizo famoso cuando sus primos lo tiraron del trampolín a la piscina sin agua?”. O algo aún peor. El tema no es tan ligero, tiene nombre: salud mental.
Ahí es cuando millones de involuntarios actores deberían tener la palabra para decidir si las fotos o videos que hacen a costa suya se emiten, se archivan o se eliminan.
La Corte nos recuerda ese derecho que concede la ley a los niños. Un derecho a decidir, que nosotros violamos una y otra vez, por la muy antojadiza razón de nada más ser sus mayores.
Arbitrariedad cometida con frecuencia y a conciencia.
Estamos enterados: el ‘sharenting’, sobreexponer a los niños en internet y en las redes sociales, es más que una indelicadeza. Más bien es una moda no exenta de irresponsabilidad con la que les ayudamos a los lobos a llenar sus voluminosos, y repudiables, álbumes de donde eligen a sus víctimas. Queda claro: la Corte habló, ahora nos toca a nosotros.