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Diego

Los galardones exaltan una vida, como es la de editor en este caso, pero siempre se quedarán cortos (tampoco es su culpa) a la hora de contarnos quién es aquel al que le rinden homenaje.

7 de octubre de 2018 Por: Víctor Diusabá Rojas

Conozco desde hace muchos años a Diego. Por conveniencia, mejor no decir cuántos, aunque aceptemos que cada vez más nos cuesta disimularlos. Jóvenes nos hicimos periodistas y viejos nos estamos haciendo periodistas, en este oficio con principio y sin final.

Quiero dedicar a él esta columna, por varias razones. La primera, que no debería ser en ese orden, con motivo del premio Clemente Manuel Zabala de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano que le acaban de entregar. Los galardones exaltan una vida, como es la de editor en este caso, pero siempre se quedarán cortos (tampoco es su culpa) a la hora de contarnos quién es aquel al que le rinden homenaje.

Eso, además, le toca al homenajeado. Y de ahí salen esa líneas, como las que Diego leyó en Medellín, escritas quizás en una madrugada en la que más bien, antes de hablar de uno mismo, podría estar leyendo un libro, abriendo un periódico o… lo que sea.

Y Diego, en parte, es eso que no subraya él pero que sí hacemos quienes le conocemos: un hombre que no necesita la camiseta del periodismo porque se la tatuó en la piel. Y de cumplir a diario ese primer mandamiento (“amarás al periodismo por encima de todas las cosas”) surge el personaje.

Que, en mi opinión, viste en su mejor versión con capa de editor y traje de cazador con olfato para dar con historias hechas carne. Es el Diego que se formó en los tiempos del ruido de las máquinas de escribir y de las cajas de lingotes.

Además, y eso es lo más importante, con los principios que sabiamente nos administraban los maestros para dejarnos huellas que no son cicatrices. En consejos de redacción interminables que no tenían segundo perdido. Piezas de colección donde nos comíamos vivos, sin que quedaran heridas a restañar, porque teníamos mucho por hacer y el afán no era el de trepar.

Cuando Diego evoca en su discurso a Luis Cañón hace gala (¿se dirá aún así?) de otra cosa que ya desapareció, el agradecimiento. Él mismo que, tal cual los cita, le debemos a Luis, a Rodrigo Lloreda, a Gerardo Bedoya (y, personalmente, a Luis Guillermo Restrepo) y a esta Casa editorial donde uno se quedó a vivir, ahora con María Elvira firme al timón en medio de la mar embravecida.

Me alegra conocer a ese Diego. Y también, al provocador y al irreverente, porque esas son partes muy suyas. Aquellas que pone a andar cuando tira el anzuelo y entra a eso que tanto le gusta, la discusión, rara especie en una sociedad como esta que elige los peores caminos para zanjar sus diferencias.

Y el Diego al natural. Ese loco que te parte las costillas en un abrazo, o te pone en evidencia en un auditorio, o que se ríe de sus propios defectos: “Buenas tardes Juan Gabriel Vásquez, espero no decirle Juan Gabriel Velásquez en el curso de la presentación de este, su último libro. Dicho eso, le pregunto, escritor Velásquez…”.

Y si bien no le perdono ser hincha de Millonarios (hay cosas imperdonables en la vida y esa es una de ellas), sí admito sus burlas en las dos o tres veces que Santa Fe ha perdido con ellos.

Pero si algo le tengo que admirar hoy es que todos esos Diegos tengan ahora la capacidad de adaptarse a esta nueva era, la de la tecnología y la del visaje en las redes.

Hermano, disfruta del premio. Lo gana el editor que saca tiempo para hacer columnas de opinión (no todo columnista es periodista). Y lo gana también, para mi gusto, ese ser humano hecho de altas y bajas, de días buenos y días malos, de carcajadas (Diego no sabe reír sino carcajear) y lágrimas (es llorón, como todas las buenas personas).

Lo gana el Diego Martínez Lloreda al que me unen tantas cosas y me separan otras muchas, principales razones, sobre todo las últimas, para seguir a su lado en la lucha por el buen periodismo y por las libertades.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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