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Cuestión de naturaleza

Así como necesitábamos de una cátedra para la paz, y la hemos puesto en marcha en buena hora, hay que hacer una de las mismas proporciones para el cuidado de este planeta.

9 de abril de 2017 Por: Víctor Diusabá Rojas

La tragedia de Mocoa vuelve a poner en escena todo lo que somos. Ahí está palpable la solidaridad más auténtica y transparente, esa que nos hace sentirnos orgullosos y que, si de ella hiciéramos cotidianidad, permitiría una sociedad mejor.

Pero, al mismo tiempo, emergen, evidentes, muchas de nuestras irresponsabilidades. Para comenzar, una, esta de no cuidar las fuentes de vida, capaces ellas de convertir la naturaleza, y la memoria de ríos dispuestos a retomar sus cauces, en furia y desolación.

Por eso, al lado del dolor de las familias y del apoyo permanente que merecen -el Gobierno es el primero obligado a hacerlo, pero no menos todos los colombianos (a propósito, ¿ya dio su cuota?), aquí lo importante es aprender la lección y, lo esencial, ponerla en práctica.

Aunque, si de verdad se trata de generar conciencia, es urgente educar a los niños. Así como necesitábamos de una cátedra para la paz, y la hemos puesto en marcha en buena hora, hay que hacer una de las mismas proporciones para el cuidado de este planeta.

Hoy, aparte de llamar la atención sobre la urgencia de los valores ambientales (más que un discurso, un salvavidas inaplazable para la humanidad), vale la pena preguntarnos: ¿Por qué no somos con mayor frecuencia esos colombianos que nos movilizamos ahora por Mocoa -o con motivo de la tragedia del Chapecoense- y menos esos mismos colombianos a los que se nos ve, y señala, por fuera como inspiradores de violencia e ilegalidad?

Me parece que en ese punto hay una evidente deformación de lo que en realidad es el colombiano promedio. Que no es la suma de virtudes con la que, a veces, nos queremos mostrar, dignos de subir al cielo en cuerpo y alma. Pero tampoco, el Pablo Escobar con que, en ocasiones, nos matriculan apenas ponemos pie en otros lares. Y además con que nos auto etiquetamos cuando compramos a diario, y sin chistar, la miseria humana mediática de que aquí solo hay maldad por mostrar, en este supuesto infierno en que vivimos.

La semana pasada, por cosas de trabajo, anduve entre el sur del Tolima, Urabá y el oriente antioqueño. Y, como me ha pasado muchas otras veces en estas correrías, le vi la otra cara a la Colombia que lleva siempre las de perder en esto de la imagen. Y no voy a salir a decir que hay paraísos en Chaparral, Turbo, Apartadó o San Carlos. No. Hay los problemas que ya todos conocemos: desde el olvido ancestral hasta las vías terciarias que esperan su turno para dejar de ser trochas. Sin olvidar ese virus que va camino en generar una pandemia, en especial en los jóvenes, el microtráfico.

Pero también vi la tranquilidad. A la que pueden llamarla como quieran. Y vi cómo cada día crecen más las ideas, y los hechos, de quienes se cansaron de la guerra, de la indiferencia y del asistencialismo, para echar a andar una nueva etapa en sus vidas. Si de mirar a la cara a la bondad se trata, hay que ir allí, Y a todos esos lugares, dizque remotos, cuando en realidad solo los queremos ver como eso, lejanos.

Sí, hay que ir allí, donde hay cosechas de esperanza, fruto de las semillas que esa misma gente sembró, casi siempre sin ayuda, para entender que en realidad Colombia está hecha para ganar un desafío como este de Mocoa y otro no menor, el de creer en sí misma. Por encima de lo que sea, como diría El Libertador, incluso de que la naturaleza se oponga. Aunque, con un matiz de estos tiempos, mejor si nos aliamos con ella.

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