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200 años después...

Doscientos años para celebrar, ni más faltaba. Puesta en el contexto histórico de la época, la epopeya de nuestra independencia que sellaron las victorias del Pantano de Vargas y del Puente de Boyacá significó, a la...

4 de agosto de 2019 Por:

Doscientos años para celebrar, ni más faltaba. Puesta en el contexto histórico de la época, la epopeya de nuestra independencia que sellaron las victorias del Pantano de Vargas y del Puente de Boyacá significó, a la vez, romper las cadenas impuestas por el Reino de España e infringir una derrota al absolutismo de Fernando VII.

En un aniversario tan importante vale preguntar: ¿cuánto hemos sido capaces de construir en dos siglos de vida republicana y qué nos falta aún para ponernos los pantalones largos de nación y sociedad modernas?

En resumen, ¿qué es Colombia 200 años después del 7 de agosto de 1819?

Mitad y mitad. La primera, hecha de desazón y hartazgo. Esa Colombia que parece condenada a su tragedia, hasta el punto de rayar en Estado fallido. Ese mismo Estado que se vanagloria a sí mismo como la democracia más antigua del continente, mientras no tiene cómo explicar por qué su institucionalidad hace agua todos los días y en casi todas partes, cercada por la corrupción y la violencia.

Esas dos pestes frente a las cuales esta sociedad no ha podido hacer mucho. Dos pestes que sirven de instrumento a la iniquidad, que no solo es injusticia, sino, además, gran maldad en el modo de obrar. Y si a eso sumamos la inequidad (desigualdad extrema), ahí está buena parte de la explicación de tantos males.

La otra mitad es la de un país capaz de transformarse, más por iniciativa particular o privada que por políticas de Estado, siempre escasas y aisladas. Aunque en los últimos 30 años la dinámica estatal ha permitido avances en muchos frentes como resultado del hecho más importante en estos dos siglos: la Constitución del 91. En ella, por primera vez a la luz de los derechos y deberes, cupimos todos los colombianos sin distingos de ningún tipo.

Claro está, otra cosa es que mucho va de esa letra escrita a la práctica. Ahí, en esa brecha entre lo uno y lo otro es que se cocina a fuego lento la Colombia que soñamos tener. La misma que sigue siendo nada más que una esperanza y una ilusión.

Somos entonces el contraste por excelencia. Y lo más preocupante es que parecemos cuidar de él con esmero. Porque así como desbordamos talento en muchos frentes (artes, ciencia y deporte, entre otros, con los que vamos labrando esa identidad que tanta falta nos hace) por el otro lado marcamos alto y de manera permanente en todo lo que suene a irregular e ilegal.

Eso, desde la ‘avivatada’ hasta el delito, podrían ser apenas simples matices de no correr parejo con ellos el desprecio por la vida. De la de los demás y de la propia. Las guerras civiles (reconocidas y no) así lo demuestran. La cuota diaria que tributamos a la pelona ratifica esa terrible vocación de matar y rematar.

Al final, son 200 años de inmensas posibilidades desperdiciadas y de poca dirección. La clase dirigente, echando memoria de Gaitán, ha sido inferior al pueblo. Apostamos desde el primero de los días al caudillismo y al clientelismo. “No he cesado de ocuparme de vuestra convivencia y bienestar” se ha oído decir aquí más de una vez. Lo dijo también Pablo Morillo en noviembre de 1816 cuando se largó de Bogotá, con las manos tintas en sangre fresca de la víctimas de su régimen del terror, tal cual lo cuenta Gonzalo España en su excelente libro ‘Del grito a la victoria’ de Ediciones B.

Si algo deberíamos entender es que este Bicentenario, más allá de altas y bajas, nos deja futuro. ¡Hay tanto por hacer! Y, lo más importante, hay con quiénes hacerlo: nosotros mismos. Sin olvidar el pasado, para aprender de él y dejar de lado lo que no puede seguir siendo. Como esta ‘patria boba’ de odios que hemos vuelto a ser y que hoy nos cierra casi todos los caminos. Al igual que ayer, ¿y que siempre?

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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