¡No otra vez!
Llevamos meses siendo testigos de cómo las cordilleras que habían ganado tranquilidad y se recuperaban de la mano de sus comunidades han vuelto a ser escenarios por los que transitan grupos armados ilegales.
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25 de ene de 2022, 11:40 p. m.
Actualizado el 17 de may de 2023, 11:34 a. m.
No, no es solo Cali. Aunque la percepción de violencia, de aumento de la criminalidad, de inseguridad y de zozobra se sienta con creces en esta ciudad, la alteración del orden público es un mal que se vive hoy, otra vez, en buena parte del Valle.
Es como si tras varios años de calma regresáramos al pasado, a esa oscuridad en la que por décadas organizaciones criminales de la más diversa índole mantuvieron a parte de nuestra comarca.
Tal vez la situación sea parecida a la que se vive actualmente en el resto de Colombia o que aquí se presente de forma menos compleja que en regiones como Arauca, el Catatumbo o Nariño. Pero esta es la que nos afecta a los vallecaucanos de forma directa, esta es a la que le tenemos que hacer frente otra vez con entereza, esta es la que nos obliga a apoyar a la Fuerza Pública para que cumpla con su deber de protegernos y salvaguardar nuestro territorio.
Lo que está pasando es grave. Y complejo. Llevamos meses siendo testigos de cómo las cordilleras que habían ganado tranquilidad y se recuperaban de la mano de sus comunidades han vuelto a ser escenarios por los que transitan grupos armados ilegales.
La zozobra se siente una vez más en la zona rural de Tuluá y en las montañas de Buga; se habla repetitivamente de reclutamientos forzados y de los menores de edad como sus víctimas principales. Empiezan a aparecer vallas en los caminos rurales o letreros pintados en las paredes de las viviendas anunciando quiénes van a encargarse de impartir las órdenes e imponer la ley, su ley, en esas zonas.
Hay hostigamientos en Dagua e incursiones en corregimientos de Restrepo. En Buenaventura no padecen solo el accionar de las bandas delincuenciales que operan en su casco urbano, ahora las autoridades deben hacer frente a las escaramuzas en el Bajo Calima mientras Cali recibe 500 familias desplazadas que huyen de sus terruños por físico miedo o por amenazas. Lo de Jamundí y la violencia generada por el narcotráfico, se conoce de sobra.
Y volvieron los secuestros extorsivos, las granadas contra las estaciones de Policía en los pueblos, mientras ya no solo queman vehículos en las vías rurales de las montañas sino que en la principal carretera del Departamento, en la Panamericana, incendian un tren cañero en frente de todos.
Nadie quiere de nuevo esa violencia, ese amedrentamiento, esa incertidumbre; o que existan, como en el pasado, territorios vedados por los que nadie puede desplazarse sin temor a un ataque o a un plagio. El Valle, como el resto de Colombia, se merece vivir en paz.
Las Fuerzas Armadas, es necesario reconocerlo, están haciendo su tarea en el Valle y en el norte del Cauca, que es como un apéndice al que estamos unidos porque lo que sucede allá repercute acá y al contrario.
Por cada acción de los que hoy se conocen como disidencias o reductos guerrilleros, del narcotráfico o de la delincuencia organizada, hay una respuesta de las autoridades así no siempre se logre contenerlos o sea imposible anticiparse a los hechos.
Es cierto que los vallecaucanos tenemos el derecho de exigir mayor contundencia contra los criminales, que la presencia del Ejército y de la Policía cubra hasta el rincón más alejado de la comarca, que se imponga el orden y nos garanticen la tranquilidad. Pero también tenemos el deber de apoyar a la Fuerza Pública, de denunciar, de ser solidarios, de confiar.
No, otra vez no. Nos negamos a retroceder en el tiempo, a que nos intimiden y a vivir con miedo.
Sigue en Twitter @Veperea

Directora de El País, estudió comunicación social y periodismo en la Pontificia Universidad Javeriana. Está vinculada al diario EL País desde 1992 primero como periodista política, luego como editora internacional y durante cerca de 20 años como editora de Opinión. Desde agosto de 2023 es la directora de El País.
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