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El mundo en sus manos

Nosotros, con nuestras acciones, hemos ‘ayudado’ a que lo malo empeore y lo bueno se dañe. Animales depredadores -e inconscientes- como somos, llevamos siglo y medio contaminando,...

23 de agosto de 2022 Por: Vicky Perea García

¿Ustedes se han fijado en cómo ha sido este verano caleño? La época del año en que se presentan las temperaturas más altas en nuestra ciudad, esta vez pasó de agache. En junio y julio no hizo más que llover, mientras agosto, además de los aguaceros torrenciales que lo han sacudido, está siendo más fresquito de lo normal.

¿Fenómenos aislados? Si se quieren creer el cuento, allá ustedes, pero yo sí estoy preocupada y no solo por lo que sucede en mi ciudad o en el resto de Colombia. Cuando miro hacia Europa quedo más espantada: en varias regiones de España, Portugal y Francia las temperaturas sobrepasan los 45 grados, los incendios forestales arrasan miles de hectáreas, los ríos están en sus niveles mínimos por la sequía que afecta al viejo continente y miles de personas mueren por la ola de calor extremo.

Y para decir miedo basta con darle una ojeadita a la costa oeste de los Estados Unidos, con California punteando la lista de los lugares donde cada año más bosques y pueblos se queman debido al fuego que se desata por las altísimas temperaturas, o donde la escasez de agua pasa factura a los agricultores y amenaza con provocar racionamientos severos.

Pero ojo, porque ahora los científicos y la prensa informan que en cualquier momento -hoy, en un año o en diez- una megatormenta se puede formar en el Pacífico y desatarse sobre ese mismo Estado ocasionando lo más parecido al diluvio universal, que duraría 30 días como mínimo, sumergiría ciudades y desplazaría a diez millones de personas.

Sí, suena terrible. Y sí, me voy a los extremos porque mi intención es remover, aunque sea un poquito, la conciencia ambiental en ustedes. Y no, no es que el mundo se vaya a acabar mañana- se dice que le quedan entre mil y cinco mil millones de años de vida- pero lo estamos matando lentamente y es seguro que a este paso le neguemos la posibilidad a la quinta o décima generación después de la de nuestros hijos de vivir en este planeta, al menos tan azul, verde y lleno de vida como lo conocemos hoy.

No hay manera de negar el cambio climático. Si bien la historia nos dice que esta Tierra, aún joven y en continuo desarrollo es proclive a los fenómenos naturales, que per se son peligrosos, difíciles de predecir y causan estragos, también es cierto que estos cada vez son más potentes y continuos. Nosotros, con nuestras acciones, hemos ‘ayudado’ a que lo malo empeore y lo bueno se dañe. Animales depredadores -e inconscientes- como somos, llevamos siglo y medio contaminando, expeliendo dióxido de carbono o metano por cada poro de esta tierra, sacando a los animales silvestres de sus hábitats o destruyendo ecosistemas y extinguiendo especies naturales.

Algo hay qué hacer, ¿no? Tenemos el derecho a exigir a los gobernantes y líderes mundiales que tomen las decisiones macro para detener el daño al planeta. Pero también necesitamos reconocer que como individuos somos parte del problema y que nos asiste el deber de empezar en casa las pequeñas acciones que nos lleven a parar la enfermedad y a devolverle la salud a nuestro gran y único hogar, el que compartimos entre ocho mil millones de seres humanos y del que hasta la fecha no se ha descubierto en el universo infinito otro ni mediamente parecido, que nos pueda recibir.

Leamos, conozcamos, reflexionemos, eduquémonos, formemos a nuestros hijos y hagamos lo que nos corresponde para darle la vuelta a ese futuro. Usted y yo tenemos el mundo en nuestras manos, así de enorme es nuestra responsabilidad.

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