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Óscar López Pulecio

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Un concordato con el diablo

Hoy el debate sobre su papel frente al Holocausto aún perdura y quizás haya aplazado su llegada a los altares. Hay argumentos y documentación para todos gustos. Sobresale la importancia de la diplomacia sobre el simple y poderoso mensaje de Cristo.

24 de junio de 2023 Por: Óscar López Pulecio

El 20 de julio de 1933, hace 90 años, se firmó en el Vaticano el concordato entre la Santa Sede, representada por el secretario de Estado, cardenal Eugenio Pacelli, en nombre de Pio XI, y el gobierno alemán, representado por el vicecanciller Franz von Papen, en nombre del presidente alemán, Paul von Hindenburg, y su flamante canciller Adolf Hitler. El tratado aún vigente establecía las condiciones de la práctica del catolicismo en Alemania, pero en realidad lo que hacía era dar un reconocimiento internacional al régimen nazi que nunca fue retirado a pesar de las atrocidades conocidas.

El 2 de marzo de 1939 en plena era nazista y a punto de estallar la Segunda Guerra Mundial, Eugenio Pacelli, un diplomático profesional, se convierte en Pio XII y navega en medio de los horrores del conflicto sin romper relaciones con el gobierno alemán y sin condenar sus acciones. Aún hoy se debaten las razones por esa extraña conducta, que parece más explicable por razones políticas que religiosas.

A la caída del imperio alemán, derrotado en la Primera Guerra Mundial, Alemania destruida económica y moralmente, se sumerge en algo muy parecido a una guerra civil entre los obreros comunistas y los restos del establecimiento prusiano. Una verdadera revolución, que derroca al Kaiser y que iba pareciéndose mucho a la triunfante Revolución Bolchevique que había reemplazado al gobierno provisional luego de la abdicación del Zar Nicolás II. De esa revolución poco se habla, pero estuvo a punto de triunfar, nada menos que en la patria de Marx y Engels.

El fantasma del comunismo ateo que quería apoderarse de Europa era algo muy real. Alemania era la siguiente pieza, después de la caída de Rusia y seguía España. Ambos países se salvaron de milagro, nunca mejor dicho. La revolución alemana fue acallada a sangre y fuego. Rosa Luxemburgo su heroína asesinada. La República de Weimar terminó en el control del Estado por parte de Hitler. España, en manos de Franco. La Iglesia del lado de los vencedores.

Pio XII quien conocía la situación alemana muy de cerca como nuncio apostólico primero en Baviera y luego en Berlín desde 1920 hasta 1930, creía que el nacional socialismo era la única barrera contra el comunismo ateo; no quería además que una condena al régimen nazi resultara en una persecución de los católicos en Alemania como había sucedido en Holanda con el manifiesto de sus obispos contra la invasión nazi. Aunque hubo deportaciones de judíos en la propia Roma, a la sombra del Vaticano, la Iglesia dio refugio y amparo a miles de judíos italianos, como lo ha reconocido la propia comunidad judía. Pero el rechazo papal al Holocausto nunca se produjo. Esa es la verdad histórica, 90 años después.

Una historia parecida sobre la diplomacia vaticana, que está aún por escribirse, son los esfuerzos del papa Juan Pablo II para acabar con la Unión Soviética, exitosos por lo demás. La insólita presencia del Presidente de Estados Unidos en su funeral es muy diciente. Pero Juan Pablo II sale mejor librado de esa aventura, que fue el último clavo en el ataúd del comunismo soviético. Algo que hubiera hecho sonreír a Pio XII. Hoy el debate sobre su papel frente al Holocausto aún perdura y quizás haya aplazado su llegada a los altares. Hay argumentos y documentación para todos gustos. Sobresale la importancia de la diplomacia sobre el simple y poderoso mensaje de Cristo.

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