Tiempo de poesía

Tengo por costumbre, en este espacio, hablar de las cosas verdaderamente importantes de la vida, es decir la literatura, el cine, los viajes, los amigos, los paraísos artificiales de la comida y el vino; también las ciudades, el ajedrez y la ginebra; y el amor insensato, por supuesto.

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9 de ago de 2017, 12:09 a. m.

Actualizado el 23 de abr de 2023, 02:44 a. m.

Tengo por costumbre, en este espacio, hablar de las cosas verdaderamente importantes de la vida, es decir la literatura, el cine, los viajes, los amigos, los paraísos artificiales de la comida y el vino; también las ciudades, el ajedrez y la ginebra; y el amor insensato, por supuesto. En fin, todo aquello por lo que vale la pena pasar un tiempo breve en esta extraña esfera cada vez más tórrida en medio del universo, antes de volver a la nada de la que fuimos extraídos.

Pero al ver hacia atrás veo que la poesía ha sido apenas mencionada. ¿Cómo pudo ser? No que los prosistas tengan nada de malo, pero es necesario, para el equilibrio de este escribiente, hablar de la poesía que me alimenta a diario, de la que no puedo escribir ni quiero alejarme. Mis devociones tienen que ver con algunos clásicos. El poeta Rimbaud me enseñó a vivir en mi propio mundo, caótico y perverso, y eso que él vivió y murió en el Siglo XIX. Y nos señaló un camino cuando dijo: “En la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las ciudades espléndidas”.

Si pienso en Colombia, país de poetas, viene la herencia escandinava. Aparte de Aurelio Arturo y Barba Jacob, León De Greiff fue el primero que me hizo comprender la poesía en toda su profundidad, locuacidad, música, jolgorio, humor, locura. La poesía del gran León en el magistral Relato de Ramón Antigua, o en ese verso brutal de Admonición a los impertinentes: “Yo deseo estar solo. Non curo de compaña. Quiero catar silencio. Non me peta murmurio ninguno a la mi vera.” Desde que tenía dieciséis años e iba a la Universidad Javeriana en bicicleta, en la gélida Bogotá de principios de los años 80, repetía en mi mente los versos de León De Greiff, de memoria, y en una ocasión (ya lo he contado), en que tuvimos la suerte de visitar la casa de León Tolstoi, cerca de Moscú, con mi amigo y colega Héctor Abad, le recitamos en su tumba ese mismo poema sobre el deseo de estar solo. De nuestro León al León ruso. Pequeños homenajes que nos permiten espiar la secreta vida de las palabras.

Pero al principio, mucho más atrás, están las sílabas de un verdadero santo. Juan de la Cruz. La Noche oscura del alma y el Cántico espiritual. Cada uno de esos versos contiene la más grande experiencia a la que alguien puede acceder a través de la poesía. Citaré unos pocos: “En una noche oscura /con ansias en amores inflamada /¡oh dichosa ventura! / salí sin ser notada /estando ya mi casa sosegada”. Juan de la Cruz es el más grande poeta de la lengua castellana, a mi humilde parecer, y uno de los más grandes de la poesía universal.

Pero vamos al presente. Me reservo la poesía colombiana para otra columna, pues lo que quiero es recomendarles al que considero, hoy, el más poderoso poeta español del momento. Se llama Juan Vicente Piqueras, y por esas cosas de la suerte lo conozco hace más de 15 años. Y lo encontré hace poco, en Atenas, en un maravilloso festival literario llamado LEA. Allí me regaló su último libro, Padre, que es una elegía al padre muerto. El primer poema se llama La manga, que citaré para acabar esta columna. Dice así: El día que me fui / tendida en la azotea / blanca, al sol, / la camisa de mi padre / levantaba una manga. / ¿Me llamaba? / ¿Se despedía de mí? / ¿Me estaba diciendo vete? / ¿Me estaba diciendo vuelve? / ¿O simplemente la movía el viento?”.

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Santiago Gamboa, Bogotá 1965. Escritor, periodista. Autor de las novelas Perder es cuestión de método, Los impostores, El síndrome de Ulises, Necrópolis, Plegarias nocturnas, entre otras. Su última novela es Una casa en Bogotá. Es también autor del ensayo La guerra y la paz, sobre la historia de los conflictos, de cara a las negociaciones de paz.

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