Peligros compartidos

Las rígidas ideologías del Siglo XX, tanto el socialismo y el comunismo como el fascismo y las dictaduras militares, han sido particularmente duras con poetas y escritores.

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18 de ago de 2021, 11:55 p. m.

Actualizado el 18 de may de 2023, 07:15 a. m.

Leí una vez en la sección “Hace 100 años” de un periódico la siguiente noticia: “La Asamblea Departamental del Huila aprobó la ordenanza número 31, que determinó que a partir de la fecha la gobernación vigilará por medio de juntas de censura todas las obras que se vendan en las librerías o que sean para lectura en las bibliotecas públicas. Todo libro que atente contra las buenas costumbres, el orden social o la moral pública será destruido”.

¡Cuánto ha progresado este país! Cabe decir, eso sí, que la ordenanza habla de libros y no exige que se castigue al autor, lo que es bastante moderno si se lo compara con la situación de unos treinta años antes, cuando el presidente Rafael Núñez, en 1886, pidió la cabeza de Vargas Vila a causa de sus críticas y escritos políticos.

Del otro lado del mundo, en la década de los treinta, el poeta ruso Ossip Mandelstam dejó para la historia una frase ingeniosa y brutal, refiriéndose a la Urss de esos años: “Este es el único país que da un valor tan supremo a la poesía: incluso matan por ella”. La repetía cuando se enteraba de la muerte de algún poeta en un campo de trabajo de la Unión Soviética, hasta que él mismo murió en uno de ellos, en Vladivostok.

Las rígidas ideologías del Siglo XX, tanto el socialismo y el comunismo como el fascismo y las dictaduras militares, han sido particularmente duras con poetas y escritores. Ambas vieron en los libros un peligro que en el fondo no tenían y por eso persiguieron o desterraron a sus autores, desconociendo que la literatura, en el fondo, es frágil, y que nunca en la historia ha provocado grandes cambios en las naciones. Ninguna revolución que yo conozca partió de un poemario o de una novela, y la literatura tampoco cuenta con divisiones armadas como para derrocar un régimen. Mucho menos para detener una guerra. Lo he dicho varias veces por estos días, cuando se me pregunta (por zoom) qué puede hacer la literatura colombiana para contribuir a la moribunda paz, sobre todo cuando sus principales verdugos están en el poder y los encargados de la cultura oficial tienen listas negras de creadores a los que silencian.

Lo que puede hacer la literatura es cambiar a los individuos, uno a uno. Los miserables, de Víctor Hugo, es una escuela contra la injusticia y la opresión. Las novelas de Salgari y su héroe malayo Sandokán, lo mismo que el Diario de Ana Frank, son antídotos contra el imperialismo, el racismo, la xenofobia y el antisemitismo. El otoño del patriarca, de García Márquez, o Yo el Supremo, de Roa Bastos, previenen contra la idea hoy anacrónica de un golpe militar y un régimen dictatorial uniformado. Nada nos indica que esos libros hayan provocado cambios colectivos, pero tampoco es imposible que algunos de sus lectores hayan llegado a posiciones de poder y entonces sí podría escucharse su lejano tam tam. La pregunta sería: ¿son mejores los líderes políticos que leen literatura? Habría que mirar caso por caso, pero yo diría que sí. Una persona que lee dispone de más armas para comprender la vida y la condición humana. Pero lo cierto es que destruyendo libros, arrestando a sus autores y haciendo listas negras, esos regímenes oscurantistas y anacrónicos no hicieron más que convertir a la literatura en un tigre de papel, dándole un poder que en el fondo nunca tuvo ni ha tenido. Y que tampoco le hace falta.
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Santiago Gamboa, Bogotá 1965. Escritor, periodista. Autor de las novelas Perder es cuestión de método, Los impostores, El síndrome de Ulises, Necrópolis, Plegarias nocturnas, entre otras. Su última novela es Una casa en Bogotá. Es también autor del ensayo La guerra y la paz, sobre la historia de los conflictos, de cara a las negociaciones de paz.

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