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Misterioso Murakami

Siempre he creído que la literatura escrita tan lejos de nosotros, en Asia y el sudeste asiático, contiene en sí tantas referencias a culturas lejanas y desconocidas que al leerla es necesario sobreponerse a una cierta dificultad.

29 de enero de 2019 Por: Santiago Gamboa

Siempre he creído que la literatura escrita tan lejos de nosotros, en Asia y el sudeste asiático, contiene en sí tantas referencias a culturas lejanas y desconocidas que al leerla es necesario sobreponerse a una cierta dificultad.

El ejemplo más típico es el de los nombres propios. Cuando uno lee una novela china, los personajes principales son rápidamente memorizados, pero me ha pasado con frecuencia que en la página 100 surge alguien llamado Mai Li, al cual tomo por amigo del personaje, y 30 páginas después me doy cuenta de que es una mujer, cuando finalmente el contexto lo hace explícito. Este tipo de despistes contaminan la lectura, por supuesto.

Ni hablar cuando la trama depende de ritos o creencias para nosotros desconocidas y que el autor no explica en detalle, del mismo modo que si uno habla de la Navidad no se molesta en explicar qué es y por qué se celebra.

La literatura japonesa podría tener los mismos problemas de percepción, pero la verdad es que es la más asequible para los occidentales. Si bien los nombres son diversos, es más fácil acostumbrarse a ellos y la diferencia hombre/mujer es perceptible a simple vista.

Los escritores japoneses han estado más presentes en las librerías occidentales y, a su vez, han tenido gran influencia de las literaturas europea, norte y sud americana, por lo cual sus libros habitan un territorio mental no del todo lejano. Baste citar a autores japoneses muy leídos entre nosotros, como Mishima, Tanizaki o Banana Yoshimoto, Kenzaburo Oé y, más recientemente, Haruki Murakami.

En sus libros más conocidos, como Tokio blues, Kafka en la orilla o IQ84, Murakami narra desde un mundo de jóvenes perdidos en el mundo, deseosos de interrogar su futuro entre nubarrones desde un presente más bien solitario y triste. Gran parte de su éxito proviene de ahí: el mundo adolescente con sus extrañas convicciones y esa implacable necesidad de coherencia. Una épica que nos toca a todos, sumado a la voluntad del autor de ser comprendido por cualquier lector del mundo, por lo cual sus referencias culturales son muy occidentales, reconocibles y compartidas, y sólo de vez en cuando refiere a tradiciones japonesas, pero cuando lo hace siempre están profusamente explicadas, simplificadas y transformadas en narración de un modo bastante natural.
En su libro De qué hablo cuando hablo de escribir, Murakami nos habla, grosso modo, de sus esfuerzos por llegar a un público amplio en el mundo occidental.

Su última novela, La muerte del comendador, es asombrosamente distinta. Aquí el protagonista ya no es un joven soñador, sino un pintor de retratos al que su esposa abandona y que, viéndose solo, busca refugio en una solitaria casa al norte del país. Entra en escena el mundo de la pintura japonesa y la tradición del retrato, los diferentes modos en que este se presenta y su consideración entre el gran arte y la destreza artesanal. Y claro, un misterio: el inquietante sonido de una campana que llega en las noches a oídos del pintor, siempre a la misma hora; o el vecino rico y excéntrico que ofrece una fortuna al protagonista para que lo pinte, a pesar de las reticencias de este.

Una novela en dos partes que muestra una nueva faceta de este autor japonés que, según la prensa internacional, es uno de los candidatos fuertes para el premio Nobel de este año.

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