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Más bibliotecas

Las bibliotecas, públicas o privadas, universitarias o comunales, siguen siendo el tema privilegiado de la política cultural. Ya he escrito antes que tuve la suerte de nacer en una casa en la que había miles de libros, pero...

9 de abril de 2019 Por: Santiago Gamboa

Las bibliotecas, públicas o privadas, universitarias o comunales, siguen siendo el tema privilegiado de la política cultural. Ya he escrito antes que tuve la suerte de nacer en una casa en la que había miles de libros, pero adoro las bibliotecas públicas justamente por saber que no todos tienen esa suerte. Por eso estos son los lugares en los que se ejerce, plenamente, la democracia y la igualdad de oportunidades: ¿no hay libros en tu casa? Aquí los tienes. Esa segunda casa que es la nación te los da, y te ofrece más de lo que podrías leer en una vida. Entra, elige un libro y lee.

Escribo esto desde Bari, al sur de Italia, en un encuentro organizado por la Unesco sobre bibliotecas públicas. La región invertirá una fuerte suma de dinero y quiere oír experiencias. Desde Colombia podemos contar el modo en que, en Medellín, la alcaldía de Sergio Fajardo transformó la ciudad desde el infierno que era, sumergida en las mafias sicariales y el narcotráfico, en una urbe muy vivible y segura; pero no con escuadrones de policías, sino apostándole a las bibliotecas y centros culturales.

La cultura como antídoto contra la violencia, algo que se escucha con interés en esta región de Puglia (el tacón de la bota que es Italia), donde opera la temible mafia de la Sacra Corona Unita. Porque una biblioteca, de algún modo, es una fortaleza que protege a una sociedad. La representa y le indica caminos. Nos permite vivir todos los peligros de la vida, pero desde un lugar seguro. Leyendo en un cómodo sillón o una mesa cerca de una soleada ventana.

Por eso, cuando se quiere destruir a una sociedad, se suele, entre otras cosas, bombardear su biblioteca. A esto se le llama ‘historicidio’. Aniquilar el pasado de una nación quemando sus libros. Lo vi con mis propios ojos en Sarajevo, durante la guerra, cuando los serbios de Bosnia bombardearon la biblioteca islámica, la Vijesnica, en agosto de 1993. Recuerdo haber caminado pocos días después sobre los escombros de lo que había sido uno de los más bellos edificios moriscos de la ciudad, encontrando aún restos de libros quemados y mojados por la lluvia. En previsión, algunos textos valiosos habían sido llevados a un sótano protegido y pudieron salvarse, pero la mayoría del fondo ardió bajo las bombas y luego, al desplomarse el techo, quedó expuesto a la lluvia.
Tuvieron que pasar más de dos décadas para ser reconstruido.

Otro caso del que tuve noticia es la Biblioteca Nacional de Varsovia. Hoy en la entrada hay una enorme urna llena de cenizas. “Son los restos de nuestros libros quemados por los nazis”, me dijo una vez la embajadora de Polonia. Otro historicidio. Quemar los libros para callarlos, pero olvidando que los libros, aún convertidos en ceniza, siguen contando una historia. Ya no se pueden leer, pero claman, gritan su verdad. Por eso construir bibliotecas es erigir castillos que salvaguardan nuestra identidad y mejoran la vida cotidiana. Traen paz a nuestras calles y permiten mirar hacia el pasado o el futuro. Son enormes balcones que dan a las cuatro esquinas de la Tierra. Los libros nos llevan a lo largo de la Historia y nos protegen. Y nos enseñan a convivir con otros que también leen y valoran los libros, ayudando a crear esa utopía que es la comunidad en torno a la cultura e incluso, siendo aún más ambicioso, el lejano sueño de una nacionalidad cultural.

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