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La muerte de Rimbaud

Cada diez de noviembre, una y otra vez, vuelve a morir el...

11 de noviembre de 2015 Por: Santiago Gamboa

Cada diez de noviembre, una y otra vez, vuelve a morir el joven poeta Arthur Rimbaud, el gran visionario de la poesía, el que señaló el camino de lo que sería la literatura del Siglo XX y del XXI. Todo comenzó en febrero de 1891, en Harar, su refugio en Etiopía, con un dolor en la rodilla. Rimbaud tenía 37 años y era fuerte, vigoroso. Por eso sólo pensó en aplicarse remedios caseros. Pero la cosa se fue poniendo cada vez más fea y poco después ya tenía inflamado el muslo y la espinilla. También comenzó la fiebre. El último médico de Harar se había ido hacía un par de años y él siguió su vida normal, aunque la pierna iba de mal en peor. Ya no podía doblarla y estaba muy hinchada. Dejó pasar otros dos meses antes de tomar la decisión de irse a Adén, para lo cual tuvo que cerrar su negocio y asumir cuantiosas pérdidas. El viaje fue agónico, en una litera con toldo y 16 porteadores. En Adén el médico vio la pierna y estuvo a punto de amputarla, pero tuvo miedo de que muriera e hizo un tratamiento previo, con la esperanza de lograr alguna mejoría. Fue una semana más de sufrimientos sin ningún resultado. Entonces se decidió repatriarlo a Francia y Rimbaud partió en el siguiente barco a Marsella, donde fue recibido, de inmediato, en el hospital de la Concepción. Ingresó con el número de registro número 1427.No hubo nada qué hacer y a los pocos días le amputaron la pierna, pero muy pronto comenzó a sentir punzadas en la otra. A pesar de esto, a finales de julio salió del hospital y, convaleciente y en muletas, volvió a la granja de Roche, al norte de Francia, para reunirse con su madre y su hermana. No ignoraba que en París era aclamado como poeta, pero pasó de largo para esconderse en esa granja familiar y pensar en el futuro. Porque él aún creía tener algún futuro.Los dolores continuaron, lo mismo que las fiebres y el insomnio. Con frecuencia su brazo derecho (del lado de la pierna amputada) se quedaba insensible. Algo le corría por dentro. Su consuelo al dolor era encerrarse en su cuarto, cerrar las persianas para evitar la luz y tocar un arpa abisinia con cierta melancolía mientras le contaba historias a su hermana.Pero ese verano fue frío y su salud siguió empeorando. Ya casi no podía mover el brazo derecho y continuaban las fiebres, los malestares. Pensó con horror que su destino era quedarse paralítico y a pesar de los cuidados decidió que debía irse. ¿Dónde estaba su amada Harar? El frío del norte de Francia lo hizo sentirse en peligro. ¡En Abisinia los soles le devolverían la vida!Entonces decidió volver a Marsella, acercarse a África. Y al final, el 23 de agosto, él y su hermana tomaron el tren, pero los intensos dolores hicieron que el viaje fuera insoportable. Al llegar a Marsella, de vuelta al hospital, los médicos le dijeron que padecía un carcinoma y que la enfermedad podía tener relación con una sífilis que había padecido años antes. Con el paso de los días su cuerpo se fue paralizando. Ya era incapaz de alzarse solo de la cama.Quiso escapar de la muerte una última vez, el 9 de noviembre de 1891. Le pidió a su hermana escribir a una compañía naviera de Marsella pidiendo ser embarcado con urgencia para Adén, teniendo en cuenta que estaba enfermo y paralizado. Fue su último intento de fuga, pero en vano.Murió al día siguiente, el diez de noviembre, abrazado a la vida y al sueño del regreso.