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El poeta de Solentiname

Bueno, la muerte de Ernesto Cardenal, como la de todos, era inevitable. Tenía 95 años, un récord para un poeta en una región donde suelen morir jóvenes.

3 de marzo de 2020 Por: Santiago Gamboa

Bueno, la muerte de Ernesto Cardenal, como la de todos, era inevitable. Tenía 95 años, un récord para un poeta en una región donde suelen morir jóvenes. “Los poetas son efímeros”, decía Boogie El Aceitoso, el gángster de Fontanarrosa. Y es verdad. Rubén Darío, su compatriota, murió de 49 años. José Martí de 42. El genial Joaquín Pasos sólo llegó a los 34, y mi admirado Roque Dalton, dios santo, no alcanzó a cumplir los 40, aunque él no murió, sino que ‘lo murieron’. Sus propios compañeros revolucionarios jalaron el gatillo, pregúntenle a Joaquín Villalobos. No hay que olvidarlo.

Tengo aquí conmigo las Obras Completas de Ernesto Cardenal, tres tomos, editados por la Universidad Veracruzana de México. Las vengo leyendo más o menos hace diez años, cuando, en Xalapa, me las regalaron, y tuve la suerte de conocerlo en una semana cultural dedicada a Nicaragua, donde llegó con su amigo y excolega ministro Sergio Ramírez. Yo dictaba un seminario sobre novela y me encontré a semejante comitiva en el mismo hotel, y encima con Silvio Rodríguez.

El rector de la Veracruzana, que me había contratado, me los presentó, y así pude verlos todos los días. “Padre”, le pregunté una vez, durante una cena, “¿qué opina de la afirmación de Stephen Hawking de que la ciencia moderna hace innecesaria la idea de Dios?”. Me miró y dijo, “estoy de acuerdo, eso es verdad, pero la ciencia moderna también es una creación de Dios”, y agregó, “por eso la ciencia es pura poesía”, y se tomó un tequila seco, de un golpe, y pidió otro, y yo me convertí en ese preciso instante y empecé a creer, no en Dios, el innecesario, sino en la poesía de Ernesto Cardenal, esa religión poética que habla del amor, la libertad, el compromiso político, la ciencia, la justicia, la Revolución y la Historia, el miedo y la esperanza, el hombre integral y la soledad.

Fue ministro de cultura del gobierno revolucionario sandinista y castigado por Juan Pablo II. Luego el papa Francisco le levantó el castigo, pero la poesía siempre lo tuvo como uno de sus mejores archidiáconos. Roberto Bolaño solía decir que la modernidad en la poesía latinoamericana se debía a dos poemarios: Los antipoemas, de Nicanor Parra, y el Viaje a Nueva York, de Cardenal, ambos liberando el verso, publicados a inicios de los años setenta.

En ese largo poema, por cierto, Cardenal menciona a Nicanor Parra. De visita en una casa le ofrecen “el vino que dejó Nicanor Parra”, una botella de blanco, portugués. Habla también de la guerra de Vietnam y dice: “No se puede estar con Dios y ser neutral. La verdadera contemplación es resistencia. Y la poesía. Mirar las nubes es resistencia”. Sus poemas tienen mucho. Recuerdo uno que le oí recitar, sobre la hora de la madrugada en que debía ir a rezar a la iglesia. Las temibles dos de la mañana: “Es la hora en la que brillan las luces de los burdeles/ y las cantinas. La casa de Caifás está llena de gente. / Las luces del palacio de Somoza están prendidas. Es la hora en que se reúnen los Consejos de Guerra / y los técnicos en torturas bajan a las prisiones. / La hora de los policías secretos y de los espías / Un cuerpo cae al agua. / Es la hora en que los moribundos entran en agonía. / La hora del sudor en el huerto, y de las tentaciones”. Por mi parte, seguiré creyendo en el Padre Cardenal, el padre Poeta. Hasta la eternidad.

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