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Bares y baristas

Si algo he aprendido en tantos años de correrías por el Viejo Mundo es que además de buenos amigos, una pareja comprensiva, un trabajo no esclavizante y tiempo para el ocio, uno debe tener siempre un bar.

19 de agosto de 2020 Por: Santiago Gamboa

Si algo he aprendido en tantos años de correrías por el Viejo Mundo es que además de buenos amigos, una pareja comprensiva, un trabajo no esclavizante y tiempo para el ocio, uno debe tener siempre un bar. Esta es la costumbre europea que más admiro y la que, en lo posible, busco imitar.

Tener un bar es tener un lugar para tomar un buen trago saludando a todo el mundo y esperando en la barra que a uno le sirvan “lo de siempre”, como en las películas. Lo tuve en París y se llamaba Les Trois Mailletz. Digo “se llamaba” porque fue víctima de este año terrible. Su dueño y animador, Jacques Boni, murió de Covid-19 en marzo pasado.
Qué tristeza. Cada vez que pasaba por esa ciudad, a la caída de la noche, iba hasta la rue du Pétit Pont y entraba saludando a Tony, el taiwanés gordo y brabucón de la puerta, y me sentaba en la barra a conversar con María la griega o con Stéphanie de Madagascar, que, en mi época parisina, servían tragos y tomaban las órdenes de comida. En una ocasión, un 31 de diciembre, Tony puso en mi mesa una botella de Moet Chandon, y dijo: “Cortesía de la casa”. Su gesto me arrancó lágrimas. Tony bebía ginebra con hielo y vaciaba muchas botellas. Con la mitad de lo que él tomaba ni el Papa se acordaría en dónde trabaja, pero a él nunca lo vi borracho.

Mientras trabajé en Radio Francia Internacional era común salir a medianoche y recalar en Les Trois Mailletz, y ahí estaban los amigos noctámbulos, casi siempre periodistas de la Agencia France Presse que hacían el turno de noche y venían a mojar el gaznate, y así, colgados de nuestros vasos, corregíamos el curso de las guerras, destituíamos ministros y derrocábamos presidentes hasta que Philippe, un serbio que parecía un armario, nos echaba a la calle con los primeros rayos del sol, no sin antes darnos los buenos días.

Tuve otro bar en Madrid, en mis épocas de estudiante: La Blanca Doble, título de una zarzuela famosa. Allí leí, escribí, aguaité, eché globos, desayuné, almorcé y comí, papé moscas, bebí... Recuerdo que para tomarle el pelo al camarero le decía: “Manolo, Manolo, dos con leche y uno sólo”. En La Blanca Doble mis amigos me dejaban mensajes, pues no tenía teléfono, y su cocinera me hacía platos especiales durante los meses en que sufrí de úlcera. En ese lugar, durante una fiesta de año nuevo en la que yo estaba solo, bailé pasodobles en la barra y bebí hasta que se me vaciaron los bolsillos, pero el dueño insistió en seguir sirviéndome whisky con un argumento irrebatible: “¡No me da la gana que te vayas!”, enseñándome que si hay un pueblo generoso en este mundo es el español. En Roma tuve uno llamado Ti voglio bere (Quiero beberte), lleno de libros y fotos de escritores, sin ser snob, regentado por dos napolitanas que adoraban a Saramago y a García Márquez por ser ambos comunistas, y los salones estaban adornados con fotos de escritores, desde Proust hasta Javier Marías. Lo bueno de estos bares es que no se necesita compañía. El bar es el amigo y uno entra porque le hace falta un buen trago o porque le da la gana y adentro hay una atmósfera cálida, un tintinear de vasos que aleja los fantasmas que esperan agazapados en la calle. Eso es. Por eso el bar amigo y cercano, más que un capricho, es una necesidad, y acá debo recordar a otra víctima del covid: mi adorado Bar de al lado, en El Escudo del Quijote, sobre el que ya he escrito.

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