Arde Europa
Vuelvo a Europa, concretamente a Italia, y encuentro las mismas cosas de antes. Las calles y antiguas vías repletas de transeúntes apurados, nerviosos. La crisis sigue ahí.
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6 de jun de 2017, 11:40 p. m.
Actualizado el 23 de abr de 2023, 08:04 a. m.
Vuelvo a Europa, concretamente a Italia, y encuentro las mismas cosas de antes. Las calles y antiguas vías repletas de transeúntes apurados, nerviosos. La crisis sigue ahí. Y en las esquinas, vendiendo cosas en el suelo, esos otros habitantes que se han vuelto parte de las ciudades italianas: los inmigrantes africanos; algunos son de piel negra, otros de un color cobre oscuro. Maghrebíes, subsaharianos, centroafricanos. De ellos se habla sólo cuando sus balsas se hunden y mueren, pero siguen llegando cada noche, al amparo de la noche. Son verdaderos héroes. Recuerdo las escenas desgarradoras en las ciudades hispano africanas de Ceuta y Melilla, donde está la primera frontera europea de África. Para ellos es la entrada al paraíso, a ese mundo opulento que han visto por la televisión, donde todo el mundo parece rico, bien alimentado y culto.
Pero la historia de estos inmigrantes no termina ahí, al cruzar el mar y las alambradas. Después de mil sacrificios, llegan a la ciudad soñada, el objeto de su mayor anhelo, y es ahí cuando les sobreviene el segundo golpe, pues muy rápido se dan cuenta de que ellos, en esas urbes presuntuosas, son seres invisibles, igual que el viento o las hojas que el viento empuja en los atardeceres helados, deambulando por calles espejeantes que no los reflejan; y se dan cuenta de que la distancia entre sus míseras humanidades y la vida que los rodea es enorme, tan lejana como lo era desde Dakkar, Lagos o Kinshasa. Entonces empieza esa vida fantasmal de suburbios fríos en los que siempre está lloviendo, y empieza la lucha por la supervivencia en un medio hostil, lejos de sus afectos, de sus costumbres, de los olores y sabores de su vida pasada.
La mayoría de esos inmigrantes son personas buenas que hacen o han hecho lo que haría cualquier hombre de bien, que es irse a buscar una vida mejor para sí y para los suyos en donde las condiciones son mejores. Son los hijos del siglo. Los armenios huyeron del genocidio turco y se instalaron en tierras más amables. Lo mismo hicieron centenares de miles de rusos en los tiempos de la revolución. Luego los judíos emigraron de Europa para proteger sus vidas y miles de italianos salieron hacia Estados Unidos huyendo de la pobreza. Emigraron españoles de la Guerra Civil y la posterior represión franquista. Luego las dictaduras latinoamericanas y las revoluciones y guerras de Asia y más tarde de África. Millones de personas yendo de aquí para allá, miles y miles de familias hacinadas en cubiertas de barcos transatlánticos, abrazando maletas y bolsos, hijos recién nacidos y soñando con una vida mejor.
La historia de la inmigración es la historia del Siglo XX y sus miserias, y estos jóvenes que hoy, en Roma y otras ciudades, sobreviven de la venta clandestina, son los descendientes expósitos de esa larga pesadilla. También son el reflejo de lo que ocurre en el mundo: de un lado pocos países ricos y del otro un tropel de naciones desposeídas. Lo que vemos de país a país, o de continente a continente, podemos verlo en pequeño de barrio a barrio, de suburbio a suburbio. El Norte y el Sur del mundo representados en los distritos de una ciudad cosmopolita y apátrida como Roma. ¿Y cuál es la solución a todo esto? Yo no lo sé, claro, pero algo intuyo: solidaridad, relaciones económicas más justas, tolerancia y comprensión ante los dramas ajenos.
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Santiago Gamboa, Bogotá 1965. Escritor, periodista. Autor de las novelas Perder es cuestión de método, Los impostores, El síndrome de Ulises, Necrópolis, Plegarias nocturnas, entre otras. Su última novela es Una casa en Bogotá. Es también autor del ensayo La guerra y la paz, sobre la historia de los conflictos, de cara a las negociaciones de paz.
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