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Robaron a los niños

Y que quienes prestan este servicio están obligados a brindarlo de forma continua, permanente y eficiente para toda la población.

19 de agosto de 2021 Por: Ossiel Villada

Hace apenas tres semanas Colombia dio un paso fundamental para convertir la tecnología en uno de sus grandes motores de desarrollo, al declarar el internet como un servicio público esencial.

Esto significa, en términos prácticos, que el Estado colombiano está obligado a garantizar el acceso a la red para todos los habitantes de este país, así como ocurre con el agua, la energía, la salud, la educación y otros derechos fundamentales.

Y que quienes prestan este servicio están obligados a brindarlo de forma continua, permanente y eficiente para toda la población. Especialmente para aquellas personas que por su situación económica, su condición étnica o su ubicación geográfica, se encuentran en condición de vulnerabilidad.

La Ley 2108, con la que se oficializó esa declaratoria, señala incluso que ni siquiera en estados de excepción o situaciones de emergencia sanitaria, como la que vivimos hoy por el covid, un operador de internet puede dejar a un usuario desconectado.

¿Y por qué es tan importante esa noticia que no tuvo grandes titulares en los medios ni fue tendencia entre los bochinches de las redes sociales? Porque el acceso a internet representa, para millones de personas de este país, la posibilidad de salir de la pobreza. O el riesgo de seguir en ella, si no se tiene.

Internet es sagrado. En el contexto del nuevo orden mundial del Siglo XXI, el acceso a internet puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. De ese tamaño es.

Sobre todo para quienes, como canta la melodía de Pedro Guerra, viven “al margen de los márgenes”. Es decir, para la mayor parte de este país rico obsesionado con nadar entre la pobreza.

Lo que uno no logra entender, por más vueltas que le dé al asunto, es que el mismo Gobierno que hace tres semanas anunció ese avance tan importante, hoy no sepa explicarnos cómo fue que se perdió la plata que estaba destinada a llevar el servicio esencial de internet a los alumnos de 7000 escuelas de las regiones más pobres de este país.

No le cabe a uno en la cabeza que después de tanto discurso, tanta promesa, tanto aplauso al proclamar la ley del internet como derecho esencial, se haya caído en semejante nivel de desvergüenza al ejecutar el primer gran proyecto de democratización del internet esencial.

Parece increíble, pero es verdad: ¡Fueron solo tres semanas de diferencia entre una cosa y otra! ¿Es posible algo más absurdo? En Colombia, la cultura de la corrupción nos demuestra que sí, que es posible superar, una y otra vez, el grado de putrefacción del aparato estatal.

Y conviene poner en perspectiva la gravedad de este asunto, pues el escándalo mediático se está quedando en remarcar la pérdida de $70.000 millones del erario público -que por supuesto es terrible-, pero ha soslayado el impacto social derivado de la misma.

Y es que por cuenta de este evidente ‘chanchullo’, los pequeños alumnos de esas 7000 escuelas, en su gran mayoría niños habitantes de una Colombia olvidada y empobrecida, han sido condenados a permanecer como ‘analfabetas digitales’.

Y esa es una de las peores condiciones en que puede estar un habitante de este siglo, pues el acceso a la tecnología es hoy un determinante crítico de movilidad social.

Robarse el dinero dispuesto para llevar internet a esos niños significa cerrarles la puerta al conocimiento que provee la tecnología, arrebatarles la posibilidad de ir luego a una universidad, de conseguir un empleo, de crear un emprendimiento y de desarrollar todo su potencial.

Es, en suma, casi un crimen de lesa humanidad. Y alguien tiene que pagar por él. Pero, más allá de eso, ¿qué vamos a hacer para no seguir robándoles su futuro?

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