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La ‘sucursal del bareto’

Salvo el absurdo e inútil Código de Policía que nos inventamos, hay que admitir que Colombia ha desarrollado políticas públicas serias para enfrentar este asunto como un problema de salud pública. Pero todas las autoridades, desde el Presidente hasta los alcaldes, han fallado en aplicarlas. Porque a nadie en el poder le importa. Este tema no da votos.

2 de noviembre de 2017 Por: Ossiel Villada

Me pasó el otro día mientras hablaba con Manuel, uno de mis ‘amigos de parque’. Esa tarde compartíamos el ritual sagrado de llevar a nuestros hijos a la zona verde del barrio. Su pequeño, de solo tres años, y la mía, de apenas dos y medio, jugueteaban entre columpios cuando de pronto tuvimos que alzarlos y salir corriendo de allí.

Una densa nube de humo derivada del consumo de cannabis, que había viajado con el viento desde el otro extremo del parque, se apoderó del lugar. Dolor de cabeza, ardor en los ojos y, por supuesto, una enorme sensación de rabia e impotencia, fue nuestro balance de aquel episodio.

No hay que hacer un estudio científico para saber que esto mismo les ocurre cotidianamente a miles de caleños. Porque la verdad es que esta ‘sucursal del cielo’ se nos está convirtiendo en la ‘sucursal del bareto’. Hoy podríamos cambiar la letra de nuestro gran himno popular así: “Cali, marihuanero; Cali, luz de un nuevo cielo”. Y no sería una ofensa.

Como lo denunció hace unas semanas en estas mismas páginas mi colega Carlina Toledo, no existe hoy un solo rincón de Cali donde no se evidencie el consumo abierto, desmesurado e incontrolable de sustancias psicoactivas, y especialmente de marihuana, a cualquier hora del día o de la noche.

En los semáforos se detienen carros de los que salen, por cantidades iguales, música estridente y olor a yerba. En las vías, montones de ciclistas y motociclistas transitan tranquilamente con el bareto encendido. Ni hablar de lo que pasa en los separadores de las avenidas, debajo de los puentes vehiculares o peatonales, en los alrededores del estadio Pascual Guerrero, en las inmediaciones del Bulevar del Río o en el Parque de la Salud de Pance. A donde usted vaya corre el riesgo de salir con una traba de antología.

En los parques de las 22 comunas de Cali la situación es extremadamente peligrosa. Usted no solo se topa con hordas enormes de consumidores, sino que además está en medio del circuito de miles de expendedores de droga, muchos de ellos armados, que se han adueñado del espacio público para mover su negocio tan tranquilos como si estuvieran en la sala de su casa. Todo esto ocurre en las narices de la Policía y demás autoridades, que parecen ser simples espectadores.

Semanas atrás los políticos de este país se rasgaban las vestiduras porque Donald Trump amenazó con descertificar a Colombia por el aumento de los cultivos ilícitos. Las acusaciones entre ‘santistas’ y ‘antisantistas’ iban y venían, y las mentiras que hoy se cuelan en todos los debates también. Pero ninguno habló sobre esa otra hecatombe que nos ocurre: el dramático incremento del consumo de sustancias psicoativas dentro del país, y especialmente entre la población en edad escolar, que certifican todos los estudios sobre el tema.

En las zonas verdes de Cali es cada vez más común encontrar, en las horas del mediodía, a grupos de chicos de no más de 13 o 14 años vestidos con su uniforme escolar que circulan un bareto. Nuestras escuelas y colegios, públicos y privados, están hoy cercados por peligrosas redes de microtráfico que mueven un negocio de $6 billones anuales, según cifras recientes de Planeación Nacional.

Salvo el absurdo e inútil Código de Policía que nos inventamos, hay que admitir que Colombia ha desarrollado políticas públicas serias para enfrentar este asunto como un problema de salud pública. Pero todas las autoridades, desde el Presidente hasta los alcaldes, han fallado en aplicarlas. Porque a nadie en el poder le importa. Este tema no da votos. Ni contratos ni sobornos millonarios. Ese es otro efecto silencioso del mar de corrupción en que nos hundimos.

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