Naufragios de otros tiempos

Julio Arboleda tiene una vida aventurera: hijo de un terrateniente caucano, dueño de minas de oro en el Chocó, se educa en Inglaterra, participa en los debates parlamentarios como senador, y en las guerras civiles.

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7 de ene de 2022, 11:40 p. m.

Actualizado el 17 de may de 2023, 11:31 a. m.

Un ícono de la iglesia ortodoxa, en su repujada armadura de plata; una talla en madera policromada de un ángel de Caspicara, el indio artista; una urna de hierro de la dinastía Ming, destinada a acompañar al difunto en el gran viaje; un cuadro colonial de algún santo anónimo, los ojos al cielo esperando la recompensa por su martirio inútil, pero también uno de Efraín Martínez; un busto de Bolívar, de Tenerani, y uno en terracota de algún emperador romano, pero también una escultura de Édgar Negret; unas mesas francesas del segundo imperio, cuando se revivió el estilo Luis XV, pero también unas sillas frailunas que sirvieron en su incomodidad para la mortificación en los conventos; la espada del Gran General Mosquera, pero también la mitra de su hermano el arzobispo, exilado por él de estas tierras. Restos de naufragios de otros tiempos que han ido a dar a la casa del poeta soldado Julio Arboleda Pombo, en la bella y blanca villa de Popayán, ella misma sobreviviente de su propio naufragio.

El dueño de todo aquello, casa incluida, es Luis Eduardo Ayerbe González, quien restauró la casa de sus abuelos maternos, que había pertenecido a la familia Arboleda, con el nombre del poeta soldado, Presidente de la Confederación Granadina en 1861, asesinado en 1862 en Berruecos.

Julio Arboleda tiene una vida aventurera: hijo de un terrateniente caucano, dueño de minas de oro en el Chocó, se educa en Inglaterra, participa en los debates parlamentarios como senador, y en las guerras civiles. Y escribe poemas. Mejor soldado que político y mejor político que poeta. Representa a la aristocracia criolla conservadora, riquísima, dueña de siervos y esclavos. Es en defensa de esos intereses que se embarca en las guerras civiles del Siglo XIX, contra la abolición de la esclavitud y contra otro payanés, José Hilario López, quien le gana esa partida. Su estatua no sobrevivió a la reciente y sumaria revisión de la historia.

Pero el museo Ayerbe, como debería llamarse, tiene poco que ver con Arboleda. No hay allí mayores recuerdos de su agitada vida; más allá de la espada de su vecino de enfrente Tomás Cipriano de Mosquera, la mitra del hermano arzobispo y el único plato que queda de su vajilla Limoges. O sea, más recuerdos de su adversario que de él mismo.

Lo que hay allí, que es espléndido, es por su calidad y variedad el mejor museo de artes decorativas de Colombia. Son los muebles y objetos que sirvieron de escenario a la historia, que esconden detrás de su refinamiento, en la perfección de sus formas y su acabado, los conflictos políticos y religiosos de esos tiempos: la concupiscencia del poder entre la Iglesia y el Estado, la servidumbre y la esclavitud que sostenían esa economía improductiva, y el germen de la revolución republicana que abolió ese régimen, cuyos coletazos aún perduran.

La elegancia intelectual dicta que no se deben mezclar las dos cosas. Se pueden admirar los santos tallados y pintados, los íconos bizantinos, la dorada parafernalia del rito católico, omitiendo la referencia a la intolerancia religiosa; y se pueden admirar las arañas de cristal veneciano, las mesas francesas y las vajillas, omitiendo de donde salió el dinero para pagarlas. Es lo que queda que se puede ver y tocar lo que importa. Y el reconocimiento a la persona que dedicó su vida a juntar en Popayán esas maravillas, testigos de mundos desaparecidos.

Abogado especializado en Ciencias Socioeconómicas. Ha sido embajador de Colombia ante la Asamblea General de la ONU, Cónsul General de Colombia en el Reino Unido, Gerente Regional de la Caja Agraria y Secretario General de Anif y de la Universidad del Valle.

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