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Los ilegítimos

Los pintores de Isabel I son otra cosa. Sus cuadros se parecen a esos íconos triangulares de vírgenes coloniales, recargados de coronas, ángeles y oro, que aún producen los talleres de Cusco.

11 de noviembre de 2022 Por: Óscar López Pulecio

El trono de los Tudor estuvo siempre sobre arenas movedizas. Cuatro monarcas todos al borde de la ilegitimidad, en poco más de un siglo (1485-1603), que coincide con la llegada del renacimiento en Inglaterra, con su conversión en una potencia europea y con excesos del poder real que no se volvieron a ver. El Museo Metropolitano de Nueva York, MET, acaba de inaugurar una exposición espectacular, ‘Arte y Majestad en la Inglaterra Renacentista’, que muestra cómo se cubrió esa debilidad de los orígenes con la imagen de una dinastía fastuosa y sólida.

Enrique VII el primero, llega al trono luego de vencer a Ricardo III (Mi reino por un caballo) en la batalla de Bosworth, donde muere. Enrique se casa con la sobrina del difunto, Isabel de York, terminando la Guerra de las dos rosas entre los York y los Lancaster. Pero el sangriento final de la dinastía Plantagenet es la marca de nacimiento de la dinastía Tudor.

El segundo es su hijo Enrique VIII, de ingrata recordación. Se divorcia de Catalina de Aragón, que le ha dado una hija, y es a su vez hija de los Reyes Católicos, divorcio que no es autorizado por el papa Clemente VII, presionado por España, quien lo excomulga. Enrique corta sus lazos con Roma y crea la Iglesia Anglicana con él como suprema autoridad que aprovecha para casarse cinco veces más y cortarle la cabeza a dos de sus fugaces reinas. Le sucede su hijo Eduardo VI, un niño enfermo que llega al trono a los 10 años y muere a los 15, (¿sífilis congénita?) manipulado por la Familia Seymour, parientes de su madre, la bella reina que muere al darlo a luz.

Sigue María Tudor, hija de Catalina, a quien su padre ha declarado ilegítima al anular su matrimonio. Pasa a la historia como María la Sanguinaria (Bloody Mary), en su cruel esfuerzo por devolver Inglaterra a la iglesia de Roma. Se casa ya adulta con quien será Felipe II de España, que a duras penas la visita. Muere de un tumor que ella cree que es un embarazo.

Y llega al final Isabel I, hija de Ana Bolena, también declarada ilegítima, situación que nunca se remedia. Reina por 44 años. Consolida su poder como Reina Virgen, sin herederos, aunque la lista de sus amantes es larga. Al último y más apuesto Robert Devereux, II Conde de Essex, lo ejecuta por traición y a la madre de su sucesor, María Estuardo, también. Con ella muere la dinastía Tudor. Le sucede la Estuardo, de impecables credenciales.

Para matizar tantas desgracias y abusos, los Tudor se rodean de los mejores artistas de su tiempo, que proveen a la corte de pinturas, tapices, libros, armaduras, ropas, de un refinamiento extremo. Casi ninguno de ellos inglés. Los tapices vienen de Bruselas, las armaduras y los trajes de Italia, las pinturas de Flandes. Hans Holbein, el Joven, que viene de Ausburgo, deja la más impresionante galería de retratos de Enrique VIII y su entorno. Rostros llenos de carácter. Tomas Moro, víctima de Enrique, entre ellos. Así sabemos cómo era Enrique VIII y el Rey Niño, en sus trajes de brocado.

Los pintores de Isabel I son otra cosa. Sus cuadros se parecen a esos íconos triangulares de vírgenes coloniales, recargados de coronas, ángeles y oro, que aún producen los talleres de Cusco. Una imagen hierática, sagrada, sin edad. Con los adornos de la legitimidad que no tenía. El símbolo más acabado del poder absoluto. Es lo que muestra la exhibición del MET: el esplendor detrás del despotismo, escondiéndolo.

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