El pais
SUSCRÍBETE

Los días finales

Él, que era nieto del Duque de Marlborough y cuya arrasadora oratoria había mantenido a un país unido y vencedor ante el peligro, se queda en la Cámara de los Comunes, sin cargo alguno

16 de abril de 2021 Por: Óscar López Pulecio

Para el final de sus días Winston Churchill era el hombre más famoso del planeta, o al menos él creía serlo. Se consideraba el salvador del mundo libre frente al nazismo y al comunismo y le horrorizaban dos cosas: la ingratitud de quienes no reconocían su legado y la bomba de hidrógeno, con el potencial de acabar con la humanidad entera.

Consideraba una guerra nuclear la mayor amenaza no ya a la paz mundial sino a la supervivencia de la especie. Lo que lo mantenía en el poder era su deseo de sentar a las potencias nucleares, que entonces eran Estados Unidos y Rusia, a firmar un acuerdo sobre el uso de esas armas. Pero estaba viejo. Había cumplido 80 años como Primer Ministro del Reino Unido, cargo al que había vuelto en 1951 luego de su dolorosa derrota de 1945 a manos del Laborismo de Clement Atlee, cuando acababa de ganar la guerra. Pero ya en 1955 era un recuerdo del pasado que incomodaba a su propio partido conservador; Anthony Eden y Harold MacMillan, esperando el momento para sucederlo, recordándole que sus días habían terminado. Su segundo mandato ni sombra del primero.

Él no se daba por enterado, pero poco se ocupaba ya de los asuntos públicos, dormitaba en los consejos, divagaba sobre asuntos lejanos, ignoraba las agendas. Hasta cuando decide retirarse del cargo. Rechaza un ducado que le ofrece la joven reina Isabel II, recién llegada al trono, honor sin precedentes que ella, precavida, le ofrece con la garantía de que no va a ser aceptado. Él, que era nieto del Duque de Marlborough y cuya arrasadora oratoria había mantenido a un país unido y vencedor ante el peligro, se queda en la Cámara de los Comunes, sin cargo alguno, en el extremo de una banca, y no pronuncia una sola palabra en los nueve años siguientes, hasta su muerte.

Idolatra a la Reina en quien ve el inicio de una nueva era isabelina, aunque el país en ruinas ya no es una potencia mundial, pero no ha visto con buenos ojos su matrimonio con Felipe Mountbatten, quien acaba de morir, a quien consideraba demasiado alemán, sus hermanas casadas con aristócratas que habían servido en el ejército nazi; lo cual era un prejuicio patriótico que olvidaba el origen alemán de los propios Windsor en la casa de Hannover.

Se ocupa de asuntos mundanos. Se pasea por el Mediterráneo en el Christina, el yate de Aristóteles Onassis, con un grupo de fieles escogidos por él. Veta del grupo a los Duques de Windsor, pues considera al ex rey Eduardo VIII un hombre vacío, a pesar de haber defendido en su tiempo su matrimonio con Wallis Simpson, uno de los muchos errores de su carrera política, que no quiere revivir.

Sigue siendo un sibarita, que es una forma elegante de decir que era un glotón refinado y un alcohólico. No ha estado sobrio por años, pero resiste admirablemente el alcohol, que lo inspira. Es probable que en el triunfo sobre Hitler hayan ayudado ingentes cantidades de Cogñac, del más caro. pinta los paisajes del mediterráneo y de Chartwell, su amada casa campestre que mantiene a todo tren con la ayuda de sus amigos y sus regalías como escritor, su nombre a la cabeza de un equipo de escritores fantasmas. Hoy sus cuadros se subastan en millones. Así, como un gran monstruo en reposo, preparándose para morir, con sus manías intactas, escribiendo su propia historia, es como lo describe Roy Jenkins en las últimas páginas de su monumental biografía, al fin terminada de leer.

AHORA EN Oscar Lopez Pulecio