Hijas del agua

La víspera de la nueva llegada de la minga a Cali, que había generado tanta desconfianza entre quienes veían esa manifestación de protesta pacífica como una agresión, dados los trágicos y destructores eventos del pasado abril, tuvo lugar en el Museo La Tertulia un evento memorable al aire libre, rodeado de la vegetación exuberante del lugar y del frescor de la noche. Una reunión, con muchos notables de la ciudad por testigos, entre dos culturas: una muy sofisticada, representada por un fotógrafo internacional y una artista plástica y la otra, mítica, arraigada en las honduras de la tierra y el agua, representada por María Jacinta Cuchillo, tejedora de la etnia Misak.

La ocasión, la inauguración de la exposición Hijas del Agua, 50 fotografías tomadas durante tres años por el fotógrafo Ruvén Afanador e intervenidas por la artista Ana González, en 26 comunidades indígenas colombianas: Nukak, Wayúu, Arhuaco, Tucano, Kamëntsá, Inga, Kogui, Huitoto, Yagua, Yacuna, Curripaco, Esperara Siapidara, Embera Chamí, Gunadule, Ticuna, Jiw, Koreguaje, Muinane, Cubeo, Nasa, Okaina, Wonaan, Piaroa, Embera Katío, Pachacuari y Misak, algunas de ellas desconocidas para la mayoría de la gente, cuyo denominador común es su contacto con la naturaleza de donde proviene su concepción del mundo.

El diálogo reveló como el arte es un territorio de encuentro. Detrás del colorido atuendo de los Misak, se esconde toda una cosmogonía. Cada prenda tiene un significado, pero también cada oficio. Su anclaje es el agua. Los Misak son hijos del agua, como lo son también las demás etnias. La tierra, las aguas, los bosques, son sagrados. Entenderlo es quizás una manera justa de aproximarse a ellas, de descifrar sus conflictos sociales y su difícil asimilación a la sociedad productiva, que ve en ellos una fuerza de trabajo improductiva y poco eficiente. El arte en cambio descubre su belleza y sobre todo su dignidad como personas.

Lo que hace excepcional la exposición es la intervención de las fotografías, que están impresas en diferentes soportes, tela, papel de arroz, lienzos o velos, y sobre ellas se dibuja el paisaje que los ojos de los retratados ven cotidianamente; se enriquecen los atuendos con tocados y mantos fantásticos, y se escriben textos. Todo ello en tinta, grafito, porcelana, o bordado.

Es el poder de la imagen. El orgullo de las figuras masculinas revestidas con sus trajes ceremoniales, sus bordados y sus plumas. Como en la naturaleza, es el macho de la especie el que se adorna, para mostrar su dominio sobre los otros. Y una nota insólita en las imágenes femeninas, que estamos acostumbrados a ver como seres asexuados, indiferentes en su silencio: su desnudez, su poder de seducción, su sensualidad.

El papel que esas etnias reclaman es el de guardabosques. Y es el que deberían tener. Pagarles por la administración de esas tierras inmensas, que no son de nadie, que son suyas, a cambio de mantenerlas intactas.

Algo que siempre han tratado de hacer, sin remuneración, acorralados cada vez más por el ‘progreso’. Quizás ayudar a abrirle los ojos al mundo urbano sobre el verdadero valor de las culturas aborígenes, que han sobrevivido medio milenio de conquistas, sea resultado de testimonios maravillosos como el de ésta exhibición, sobre la cual se ha editado además un libro de gran formato, que queda para cuando se escriba la historia real de Colombia.
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