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El cuervo blanco

Lo que representó Rudolf Nuréyev para Occidente fue la fascinación por lo exótico, por lo ambiguo.

13 de diciembre de 2019 Por: Óscar López Pulecio

Lo que representó Rudolf Nuréyev para Occidente fue la fascinación por lo exótico, por lo ambiguo. Un bailarín de ballet que venía de lo profundo de las estepas rusas, del mundo salvaje, una especie de pantera devoradora de todo lo que encontraba a su paso, promiscuo y genial, bisexual, tosco, grosero, irreductible. Un temperamento imposible que puesto en escena mezclaba esa rebeldía con la disciplina del ballet de Kirov, en Rusia, produciendo una combinación mágica.

Terminó siendo un símbolo de la dorada decadencia del capitalismo. De ese mundo descreído, sofisticado, rico, que había surgido de las dos guerras mundiales, donde el placer lo era todo, todo estaba permitido, la fe en Dios y en su implacable iglesia había sido sustituida por la admiración fugaz de algo tan banal como el salto de un bailarín, que lo reconciliaba a través de la belleza de un gesto con los demonios de la civilización. El momento del crepúsculo cuando las cosas brillan más.

Para los rusos era un cuervo blanco. Un ser extraño, diferente. Lo que le creaba rechazo en su Rusia nativa fue lo que lo llevó a la gloria en Occidente. Y por supuesto a la decadencia y a la muerte a los 54 años, de sida. Pero quedaron sus saltos y sus giros, sus coreografías, que no se veían en los escenarios europeos desde tiempos de otro ruso, con una vida muy semejante a la suya: Vaslav Nijinsky.

Ralph Fiennes, el actor inglés convertido en director de cine acaba de estrenar una película sobre la juventud de Nuréyev, su infancia pobrísima, su tardío entrenamiento en San Petersburgo, su famosa visita a París y por supuesto, la espectacular fuga en el aeropuerto de París-Le Bourget, para pedir asilo político en Francia. Se dice que fue uno de los golpes más duros que Rusia sufrió durante la Guerra Fría: perder a su cuervo blanco a nombre de la libertad. París primero y luego Londres lo convierten en una celebridad, incluyendo su presencia en el cine, interpretando a otro ser ambiguo como él: Rodolfo Valentino.

El especial encanto de la película consiste en que su protagonista no es un actor sino un bailarín profesional ucraniano, muy parecido a Nuréyev en su físico, quien recrea con todo el profesionalismo y el espíritu su forma de bailar: Oleg Ivenko, miembro de la compañía del Teatro Estatal Académico Tártaro de Ópera y Ballet Musa Jalil en Kazán. Una especie de sorprendente reencarnación.

Fiennes trata con respeto la vida sexual de Nuréyev, a quien se le atribuyen romances con mujeres, notablemente Margot Fonteyn, quien fue su protectora, primera bailarina del Royal Ballet de Londres, mucho mayor que él, a quien hacía ver más joven en el escenario, aunque el amor de su vida fue el bailarín danés Erik Bruhn. Allá a la embajada de Panamá en Londres fue a dar en un aparente ménage a trois con Roberto Arias, su marido embajador.

Al final fue su ambición de devorar al mundo dentro y fuera del escenario, su promiscuidad sexual, su energía escénica lo que lo destruyeron. Es la vida lo que lo mata a uno. Pero el Cuervo Blanco es sobre la pérdida de la inocencia que se libera de las cadenas de la disciplina y de la política. Pone de presente cómo en una sociedad opresora, en un régimen policíaco no puede haber libertad artística, pero cuando se encuentra en una sociedad libre, es como lanzarse a una hoguera. Cuando los dioses quieren la perdición sus criaturas oyen sus ruegos.

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