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Opinión
Omar Ortiz
Él es un poeta provinciano que con su virtuosa obstinación ha logrado quitarle a este calificativo las connotaciones negativas
Hoy me levanté convencido de que era el día de celebrar la obstinada dedicación a la poesía de Omar Ortiz. La misma que le ha llevado a escribir en el curso de más de tres décadas nada menos que 9 libros de poemas y a dirigir y editar la revista de poesía Luna nueva, que ya ha completado 46 ediciones y 33 fructíferos años de vida.
Verdaderas proezas, realizadas para más mérito desde y en definitiva por Tuluá, la ciudad de sus querencias y de su estirpe, y no desde Bogotá ni siquiera desde Cali. Él es un poeta provinciano que con su virtuosa obstinación ha logrado quitarle a este calificativo las connotaciones negativas que suelen endilgársele desde las alturas capitalinas, tan dadas a la vanagloria.
Su tarea en este punto es equiparable a la que ha cumplido con tanto éxito en el campo de la narrativa, Gustavo Álvarez Gardeazabal, su paisano, su cómplice, su amigo. Entre ambos han convertido a Tuluá en una formidable referencia literaria y por lo mismo en un motivo de orgullo de tanto de sus conciudadanos como del resto de los vallecaucanos. Ambos han demostrado que la imaginación siempre encuentra caminos inéditos para convertirse en poder.
Los caminos elegidos por Omar Ortiz son los caminos poéticos, transitados por un poeta que aprendió con Antonio Machado que se hace camino al andar. Lo prueba hasta la saciedad la revisión de sus libros poemas, que son documentos, estaciones, testimonios, de su andar por este mundo haciéndose su propio camino.
El de quien - fiel al legado de sus antepasados legendarios, los liberales radicales que en el Siglo XIX encabezaron la colonización del viejo Caldas y del norte del Valle del Cauca- descree tanto de Dios y sus clérigos, como de los académicos y de la gente de orden.
Omar es fiel a ese legado, pero ha comprendido que él mismo solo puede conservarse actualizándolo. O sea, imprimiéndole el giro copernicano que le permita asumir claramente que el desafío al que hoy se enfrenta el poeta no es tanto el de librar la palabra de la tutela de un Dios omnímodo e incomprensible como la de rescatarla de la miseria a la que la ha reducido la impostura mediática. A la palabra así envilecida por su servidumbre a los todopoderosos poderes fácticos, el poeta opone la palabra liberada, la palabra despojada de escoria y de morralla, la palabra que se escucha y se lee como si fuera dicha o escrita por primera vez. La palabra que canta la verdad.